PERSONA Y SOCIEDAD DE CONSUMO
El debate filosófico sobre cómo debe formalizarse la sociedad, qué fin compete a la misma y cuáles son las maneras apropiadas de la relación individual a la colectividad constituye el sentido mismo de la filosofía social. Desde el reconocimiento de la persona como sujeto universal de derechos parecería que la colectividad no tuviera más objeto que salvaguardar y potenciar la realización más amplia y perfecta de esos derechos, sin embargo la sociología muestra cómo el colectivo tantas veces se muestra como el espacio desde el cual se manipula, restringe y perturba el derecho y la libertad de las personas.
Considerando la agrupación social como un medio de potenciar las posibilidades vitales de la persona, como son su salud, el desarrollo de su educación, la organización del trabajo que le genere bienestar, la tecnología que le reduzca el esfuerzo, la diversificación del ocio que le facilite la relajación, etc. parece que todo lo que le reporta al individuo es positivo, pero el gran peligro radica en que la comunidad asuma colectivamente tanto la iniciativa que reduzca progresivamente la creatividad individual, la libertad personal o el espacio propio de la intimidad. Contemplada desde esta disyunción de prioridades la sociología ha reconocido la tendencia liberal y la tendencia socializadora como dos manifestaciones de la determinación de las libertades en la relación entre individuo y sociedad. A la filosofía social le interesa más profundizar en la distinción de la persona como sujeto o en cuanto objeto del grupo social, pues de ese análisis se derivarán las condiciones de verdad que deben regir esas relaciones.
En el mundo contemporáneo se hace necesario contemplar la realidad social tal cual es, por más que la sociedad sea muy distinta en los muy diversos espacios del mundo. Aunque esa diversidad auspicia a multiplicar los análisis según el entorno social en el que cada grupo se desarrolla, contemplando la convergencia global que las comunicaciones han potenciado se puede acometer un análisis sobre un marco general sistematizado por la llamada sociedad de consumo.
En esta consideración que atiende al consumo, la persona se relaciona con el grupo en función de lo que aporta o comparte y lo que toma o disfruta en colectividad. Existe una relación exclusiva de intercambio de bienes o servicios, por los que toma o da en una relación entre partes singulares, derivada de la especialización y distribución del trabajo; y una relación entre cada individuo y el grupo, en la que se integra cada persona para alcanzar un fin que principalmente sólo se consigue mediante la acción en común. En una y en otra, la persona puede reconocerse como sujeto que ejerce según su creatividad propia, o como objeto que actúa con respuestas condicionadas según las peculiaridades de un sistema. Esta marca como objeto es tanto más acentuada en cuanto la causa que motiva su decisión se encuentra más alejada de su ámbito de creatividad.
Actuar como agente creativo o constitutivo de la sociedad supone trasladar la aportación de la propia personalidad al grupo, de modo que se contribuye activamente a determinar el modo de ser colectivo en función del propio modo de ser individual. En este caso el reflejo social de lo que se precisa consumir es una consecuencia de la propia identidad que procura consumir aquello que necesita para realizarse, valorando sus necesidades, la utilidad de lo que se consume, la trascendencia social de los bienes y su coste de producción y la solidaridad que juzga la responsabilidad entre lo que cada uno puede disponer y lo que debe permitirse. Como sujeto esencialmente la persona se realiza porque piensa y valora la utilidad de lo que la sociedad genera y la coherencia entre ello y la idea que cada cual tiene de sí y de la forma de vida ideal.
Una de las determinaciones de la sociedad de consumo es que el comercio que pone en mano de los ciudadanos los bienes para su satisfacción sea quien dirija la actividad social, de modo que la iniciativa creativa no la marquen las necesidades individuales, sino que quien considere el valor añadido que puede extraer a un producto o servicio lo promocione como lo que se constituye realmente como una necesidad que invada la apetencia creativa del consumidor, quien sin percibirlo netamente se convierte en objetivo de la trama comercial. Esta transposición de la persona de sujeto a objeto de la estrategia de la sociedad para el consumo no supone que se restrinja su voluntad, por lo que aparentemente no se trastoca su libertad, sino que se actúan condicionando la voluntad, lo que constituye la facultad propia de la inteligencia, de modo que se anula la creatividad intelectual individual y se presenta ésta como ya trabajada por el grupo, quien invoca e informa al individuo lo que le es conveniente consumir para sentirse integrado en el entorno social.
Este proceso consumista altera sustancialmente la forma de ser de cada persona, pues dirigida desde la colectividad social por los hábitos de lo que debe consumir -salvo la resistencia que pueda ejercer una acentuada personalidad- se ve abocada a ajustar su percepción según los parámetros que le ofrece el mercado para realizarse. Cuanto más se someta voluntariamente a estas pautas más se identificará con el grupo, lo que podría entenderse como una dinámica de éxito, pero ello sólo lo es cuando realmente su inteligencia no renuncia a la función creativa que constituye la base de la conciencia crítica de cada sujeto respecto a la colectividad que comparte. No admitir avenirse sin más a las modas y modos de una sociedad, sino procurar plasmar en la misma la novedad del propio estilo de vida está muy relacionado con resistirse a considerarse objeto de un sistema de consumo que precisa la adhesión incontestable para que el proceso alcance su fin de constituirse en el pretendido motor del progreso económico.
Si la persona encuentra su más profunda satisfacción en la racionalidad de saberse realizado en su propio destino, ello no se logra sin una aceptable conciencia de que cuanto hace se ajusta a un proyecto medianamente concorde con su más profunda convicción de no haber renunciado a su personalidad. La mayor frustración en la vida se sigue de percibir cómo, con renuncia a la propia estima, la vida se ajusta a cuanto determinan los demás, ya que ello es reflejo de la pérdida de la condición de ser sujeto del propio ser.