LIBERTAD DE CONCIENCIA
Para hablar de conciencia es importante fijar la extensión del concepto según se entiende. De este modo, entendiendo por conciencia el juicio interno del entendimiento a lo que le somete la mente, habría que concluir que la conciencia es una actividad íntimamente personal y singular en cada individuo. Una marca que no sólo responde a la configuración genética, sino también a la formación mental e intelectual que determina la personalidad. La conciencia juzga como cada persona es, y se realiza diferenciadamente en cada momento de la vida, de acuerdo al criterio intelectual adquirido.
Si la conciencia es tan particular, la conclusión de su juicio no puede ser considerada universal, por lo que, aunque su objeto puede ser todo lo que puede ser pensado, su fin práctico se reduce a lo que puede ser reconocido individualmente como verdad, por lo que el objeto primario de la conciencia son los actos propios de los que se pueda tener un conocimiento pleno y de los que al menos se goza de una información proporcionada.
Cuando la conciencia juzga actos ajenos, la subjetividad se genera tanto de la forma propia de cada conciencia como de la relativa información que sobre cualquier acto ajeno se puede alcanzar. Como facultad, la conciencia se conforma como un hábito que se perfecciona por la propia experiencia de su excelencia. La seguridad de sus juicios se fundamenta en el contraste reiterado de sus criterios de verdad, de modo que la conciencia se califica en un rango de subjetividad tanto más en cuanto observa cómo sus conclusiones difieren de la interpretación de la realidad que se aceptaba. Si se tiene en cuenta esa condición subjetiva, la misma se multiplica cuando se ha de juzgar sobre hechos de conciencia ajenos, por la que se valora la ética y la moral de otra persona.
Como el ser humano precisa de seguridades para progresar en su quehacer diario, es por lo que la conciencia se muestra como criterio de verdad, de modo que para cada individuo la objetividad se impone a la subjetividad, claro que ello sólo se aproxima a la realidad en el ámbito interno de cada persona, o sea cuando el objeto son actos propios. Por ello se considera a la conciencia el principio rector del progreso moral, lo que demanda que la libertad de cada conciencia deba ser respetada, en tanto en cuanto se estima que cada una de ellas se constituye como la fuente próxima de verdad para cada individuo.
Como en el juicio de conciencia se actúa según la sabiduría del entendimiento, el progreso en el saber es una garantía de una mayor objetividad, por lo que para un uso responsable de la libertad de conciencia es necesario el permanente esfuerzo para aprender, dado que del vigor intelectual se sigue un mayor acierto en los juicios, algo que todo el mundo está obligado a conseguir para el mejor ejercicio de su responsabilidad. Ese interés debe dirigirse en mejorar permanentemente aproximándose a la verdad para un mejor acto de conciencia, y es imprescindible para estimar poder juzgar actos de otras personas con cierta probabilidad de éxito. Ya que no se puede penetrar el universo mental de otra persona, al menos cuanto mayor sea la formación intelectual se puede suponer una mayor posibilidad de éxito en el juzgar sobre comportamientos ajenos, aunque ese mejor entendimiento también enseña, por la dificultad de la objetividad, a ser prudentes cuando se ha de actuar así.
El respeto a la calificación de los actos ajenos que conlleva el reconocimiento de la libertad de cada conciencia no impide, sino que requiere, el intercambio de sabiduría entre las personas, pues es el cauce para en los temas comunes enriquecerse mutuamente. La libertad de conciencia, en ese caso, se reconoce en que no se imponen las conclusiones personales, sino que se muestra por qué se piensa de esa manera. Esa argumentación y cotraargumentación genera una comprensión más acertada de la forma de conciencia ajena e ilumina la propia cuando la razón encuentra perspectivas distintas para considerar algo mejor de como se hacía anteriormente.