CULTURA DE LA MUERTE
Una de las realidades más evidentes de la naturaleza de los seres vivos es la de la muerte, aquel acto por el que un cuerpo pierde la dinámica que le mantiene en vida y pasa a un proceso pasivo de ser nutriente para otros seres, que tendrán posiblemente su función en la naturaleza. Independiente de los equilibrios vitales entre especies, en cada ser vivo la muerte justifica el proceso de la renovación, por la que todo participa en el continuo movimiento de transformación de la materia. Por ello se entiende la sucesión de las generaciones, ya que si algún ser vivo permaneciera como ser inmutable eliminaría la competencia existencial en el marco de la evolución.
A pesar de constituir la muerte una evidencia para todo ser vivo dotado de percepción y razón, parece que los seres humanos se resisten a su consideración. Es muy probable que dado que la muerte representa el no-vivir, se justificaría que quedara excluida de los intereses de los vivientes, y así parece que ocurre en la generación actual. No obstante, si se considera la relación de la vida y la muerte, parecería apropiado prestarle mucha más atención, porque el hecho de morir mantiene importantísimas repercusiones sobre la vida en el plano social. Existen implicaciones afectivas, de protección, de asistencia, económicas, morales, jurídicas, etc. que deben hacer que la muerte interese a las personas como un hecho de cultura social que se aborda con plena naturalidad.
Se podría decir que la cultura de la muerte es milenaria, por la herencia de restos funerarios que las distintas civilizaciones han dejado, pero ellos no muestran una cultura de la muerte sino una cultura de los muertos. El culto a los difuntos es algo que no implica a los vivos, si no es en el recuerdo de sus muertos, lo que es diametralmente opuesto a la consideración de qué significa para un vivo su propia muerte y las repercusiones sociales que produce.
En ese ámbito personal, por un lado, estaría la valoración que pudiera afectar en relación a la creencia de la trascendencia del espíritu y su juicio moral, y por otra, la planificación de la propia realización en función de la perspectiva lógica de la existencia. Es esa última la que induce muchos de los actos de la vida, aunque parece que en la variable de la muerte sólo se empieza a tomar en consideración a partir de la madurez.
La cultura de la muerte alumbra la cultura de la vida, y así la perspectiva del desenlace fatal deberá ayudar a modificar hábitos que favorezcan la posibilidad de morir. La radicalidad del instinto de conservación de la vida aleja de lo que se presenta como un peligro inminente, pero no actúa de la misma manera con los de muerte que corresponden ser advertidos por la razón, los que en mucho se perciben en función del ánimo intelectual para abordarlos. Así muchos accidentes con muerte de carretera o laborales podrían evitarse con la reflexión sobre los riegos que entrañan las actuaciones personales. Otros hábitos, como las drogas, sólo se refrenan cuando se percibe intelectualmente el tobogán hacia la muerte.
Además de las consideraciones más personales en lo que atañe a la propia vida, la cultura de la muerte tratada con plena naturalidad a nivel social puede advertir a la sociedad de cómo se han de formalizar algunos protocolos de relación y atención para que la sociedad pueda asumir más adecuadamente la vida en función de la muerte. Así, desde prestaciones y derechos sociales, como las pensiones, la vida laboral, la atención a mayores, huérfanos, incapacitados, etc. dependen en parte de la conciencia social de que la muerte determina de unos para otros la mayor o menor restricción de beneficios.
Una acertada cultura de la muerte, por tanto, predispone al rigor de vivir con justicia, tanto para la propia conciencia de realización personal, como para gestionar colectivamente la realidad de las limitaciones que a la vida va imponiendo la muerte.