PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 50                                                                                          MAYO - JUNIO  2010
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COMPETITIVIDAD

 
Un debate que una y otra vez florece en la sociedad es si la buena dirección del progreso está en fomentar la competitividad, o está en favorecer la igualdad por la ayuda a los más débiles.  Quienes apuestan por la primera opción lo hacen defendiendo que la competitividad por la promoción y la supervivencia hace a la gente más esforzada, mientras que el igualitarismo y la ayuda perpetúan la debilidad en la sociedad. Por el contrario, los que se inclinan por una promoción cooperante de toda la humanidad siguen el principio de que quien ayuda se ayuda, y que el respeto a la dignidad de la persona humana exige, al menos, facilitar la oportunidad de acceder universalmente a un honrado modo de vida.
La ética de la competitividad se fundamenta en que favorecer el instinto de esforzarse para estar por encima de los demás fomenta la capacidad de ejercicio del bien para la humanidad. Esta tendencia -que no está alejada de la de supervivencia de las especies- debería hacer un mundo mejor, ya que la multiplicación del esfuerzo personal es el fundamento del desarrollo. En lo que cada uno se supera para vencer las dificultades de la vida y proveerse de un estado mejor radicaría el progreso de la humanidad, ya que la competitividad no necesariamente debe desalentar al perdedor, sino que le prepara enseñándole cómo debe redoblar su esfuerzo para lograr su promoción.
La cooperación directa en favorecer un crecimiento armónico de la sociedad, lo más igualitario posible, siempre ha reivindicado que la marginalidad, por la disposición distinta de las personas por su diferente naturaleza, es un elemento que primero hay que superar para que se pueda comenzar a pensar en la igual oportunidad para competir. Pero como la esencia de la competición excluye la compasión por el más débil, nunca se alcanzará un mínimo de igualdad de oportunidades para armonizar solidaridad y competitividad.
Ese escollo universal en el tiempo y en el espacio que la sociedad no ha sabido solucionar, salvo en reducidas tentativas políticas de solidaridad, es el que sigue marcando las distancias, tanto que una y otra vertientes estiman estar al lado de la ética y de la eficiencia para el beneficio general de la humanidad.
La reciente crisis financiera ha mostrado cómo la ambición prodigada por quienes habían ido ascendiendo en los puestos ejecutivos claves de la gestión económica ha resultado sólo favorable sus intereses particulares, ofreciendo la peor versión de un individualismo que actúa de espaldas a las repercusiones sociales para el resto de la sociedad. La lectura de esta crisis no debe dejar indiferente a cuantos analizan la trascendencia ética de los posicionamientos sociales, pues como en casi todas las crisis económicas los más perjudicados has sido los trabajadores y los pequeños impositores que han visto mermados sus salarios y sus ahorros.
Si por competitividad se ha de entender la sagacidad para estar por encima de los demás para optar a la mejor ración del beneficio, ello no parece que pueda ser presentado como una actitud modélica, por más que conlleve la potenciación de la lucha personal para escalar hacia los puestos de privilegio. Se puede deducir que el individualismo que reviste relega toda responsabilidad externa al proyecto, pero planteado así no puede por menos que evidenciar la marginación de la ética que valora el bien que se intercambia con los demás en todas las relaciones sociales.
Un espacio más lógico de reivindicar para la competitividad es el de la productividad, por el que el interés para la promoción personal vaya parejo a la social, de modo que el fin de la competencia ejecutiva laboral se oriente a la mejora de la producción por la racionalización del trabajo, observando al tiempo que el trabajo es para las personas y no las personas para el trabajo. Competir en cómo las estructuras laborales pueden diseñarse para que al tiempo sean más humanas y sirvan a una mejor productividad debería constituirse en el objetivo empresarial por excelencia, pues de ello depende en mucho la sostenibilidad económica para al conjunto de la sociedad, más allá de la perspectiva de una rentabilidad inmediata para los ejecutivos que diseñan el entramado del enriquecimiento especulativo.
La legitimación de muchos planteamientos competitivos, que los ideólogos del liberalismo han sostenido durante cientos de años, choca con las exigencias de la ética contemporánea que reclama el bien común, entendido más allá de la simple posibilidad de que todos pudieran beneficiarse de la ascensión en el rango laboral y social por el éxito en la competencia profesional. La moderna lectura de la ética exige la acción solidaria, la repercusión del bien derivado de los actos humanos no sólo para el sujeto que lo realiza, el individualismo, sino para el conjunto más amplio de personas sobre las que pueda recaer. La ética que contempla el legado histórico de la humanidad en el desarrollo intelectual de cada persona, quien como eslabón debe repercutir lo que la sociedad le da en lo que a la sociedad debe.
La competitividad por ser más debe conjugarse con el ser mejor, lo que no se logra sin administrar correctamente que las repercusiones de progreso extiendan el bien del modo más amplio posible. En ese empeño está la correcta orientación de la legítima competencia profesional.