AMOR Y SUPERSTICIÓN
La confrontación entre religión y ciencia presenta en el siglo XXI semejantes formas a las habidas en siglos anteriores, y se podría aventurar que has sido constantes a lo largo de los siglos en los que los hombres hayan profesado alguna religión y hayan valorado progresar de acuerdo a la razón. Cuando una de estas dos actividades humanas acapara toda la perspectiva intelectual del ser humano, parece que irremediablemente entra en contradicción consigo mismo, porque o se desmarca de su realidad material o pierde su intuición trascendente. Ello ha conducido a algunos pensadores a oponer ciencia y religión, cuando el problema está en cómo se interpretan los espacios mentales e intelectuales en una y otra aplicación.
La religiosidad, cuando no se orienta correctamente a la actividad propia del espíritu, o bien languidece hasta desaparecer, o bien se refugia en una supervivencia ficticia construida mediante la recreación de los objetos y realidades materiales confiriéndoles valores trascendentes sobrenaturales. Así sustituida la auténtica vida del espíritu por una fantasía mental se puede perseverar en creencias que llegan a competir con la ciencia por su implantación en la cultura de una determinada comunidad. De ahí es de donde proviene el gran conflicto entre ciencia y religión, porque compiten en los contenidos de verdad que deben reconocerse en la realidad.
Si se analiza la esencia de la espiritualidad religiosa, la que compete a la relación trascendente espiritual con Dios, hay que reafirmar que se sustancia en la vida del alma, la parte espiritual del hombre que por su propia forma está configurada para participar en una relación con otros seres espirituales, como lo es Dios. Lo difícil para el ser humano radica en diferenciar intelectual y afectivamente su propia alma del su restante percepción. Cuando no se logra, el poder de su mente reconstruye el mundo de las afecciones espirituales confiriendo poderes trascendentes a determinadas figuras materiales. Esto es lo que se conoce como superstición.
La superstición es posible al entendimiento humano por una enajenación mental que confunde el ser de las cosas, o por una desviación mental de la vida espiritual hacia la adoración, como objeto del espíritu humano, de determinadas realizaciones u objetos a los que se les reviste del fantasma de alguna posesión divina. Este modo de materialización de Dios facilita su comprensión y relación espiritual, con lo que aparentemente potenciaría la vida religiosa, pero adolece de su falta de verdad, porque Dios, como puro espíritu, no puede ser contenido en ninguna recreación material. La infinita distancia de Dios a los hombres es semejante a la diferenciación del espíritu y la materia, aunque el ser humano sea una y la otra. Tomar por trascendente y espiritual, por milagroso y sanador, por talismán para la vida espiritual objetos materiales sigue siendo superstición, aunque se practique en el siglo XXI.
Cuando se trabaja en edificar la propia vida espiritual en las formas propias del alma, se descubre que es el amor, como suprema concreción del ejercicio del bien, el que sobre todas las experiencias de la vida material sostiene la identificación de Dios como el bien de quien procede todo bien. Pero este bien que la religión identifica en Dios no puede confundirse con ningún bien material, creado, concreto, que lo determinara, sino en el acto del ejercicio del bien por el que alguien trasmite o comunica a otro ser su mejor deseo y perfección. En la medida que esa actitud responde a una esencia o naturaleza, y que por tanto corresponde a la propia manera de ser, es lo que se denomina amor. La religión precisamente tiene como fin la concienciación del alma humana para reconocer su dimensión espiritual y ahondar en su disposición y capacidad para amar y obrar el bien de modo semejante a como Dios es. Su camino, por tanto, no entra e conflicto con las determinaciones materiales de las cosas, sino, en todo caso, en el valor instrumental que puedan tener para el ejercicio del bien hacia los demás seres humanos, pero no para con relación directa a Dios, a quien las cosas materiales no le añaden relación alguna de perfección.