PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 52                                                                                          SEPTIEMBRE - OCTUBRE  2010
página 1

DE LA IDENTIDAD HUMANA

 
A veces se ha debatido en metafísica sobre la vigencia absoluta del principio de identidad por la que todo ser es igual a sí mismo. El motivo de la controversia puede provenir porque se especule si el acto del conocimiento por el que se aprehende el propio ser, y se identifica a un tiempo como mismo sujeto y objeto, no haya alterado el objeto por el paso de un infinitesimal lapso de tiempo. Pues apreciando el continuo cambio del ser, al menos en lo accidental, cada persona como objeto estaría algo cambiada según se reconoce, pudiendo afirmarse no existir identidad entre el ser que se propone conocerse y el ser que se es en el momento que se conoce. Entre otras posibles diferencias, estaría en la mente del sujeto cognoscente el concepto de la percepción de su identidad.
Aceptar que los cambios que obran en un ser humano durante su vida sólo le modifican accidentalmente, conservando permanentemente la propia esencia, se puede salvar en cuanto la esencia se predique por la singularización genérica y específica de un modo de ser, que no se altere con los cambios físicos, intelectuales o morales. Esa identificación específica es válida para reconocer la individuación de la naturaleza de un ser: seguir siendo una misma persona singular a lo largo de toda la vida, pero se puede rebatir en lógica que pueda ser idéntico a sí mismo cuando se está cambiando permanentemente.
El principio de los indiscernibles, tal como lo formuló Leibniz, por el que no hay en la Naturaleza dos seres reales absolutos que sean indiscernibles, se puede extender a cada ser vivo y mutante, considerando que su conocimiento real y no teórico se produce en el tiempo cambiando en cada secuencia infinitesimal un infinitesimal de su cuerpo o personalidad.
Esa dificultad para predicar metafísicamente la propia identidad, se refleja en la realidad sicológica de cada persona cuando entiende que nadie termina nunca de conocerse bien, al tiempo que también se intuye como sujeto ser uno y  no otro el que a través del tiempo actúa. Porque lo cierto es que el ser humano tienen conciencia sicológica de su cambio, aunque no de que, en cuanto sujeto, sufra alteración. Como objeto se conoce cambiado, tanto por lo que percibe en el espejo como por su bagaje intelectual, pero, como sujeto, ¿puede afirmar que realmente muta? Por ejemplo, a lo largo de  toda la vida se siguen teniendo deseos y aficiones de los que se podría afirmar que ya no tienen correspondencia con la realidad corporal que se sustenta.
El escritor portugués Saramago en una entrevista manifestó como línea de conducta dejarse guiar por el niño que todos llevamos dentro. Esto que puede pensar la persona humana le reconoce una peculiar entidad en la que se conjuga lo que pasa con lo que permanece, y no como simple memoria, sino como plena actualidad de lo que se es, y por tanto como parte de la real forma de ser. No es extraño que la persona humana sostenga voluntades permanentes que presentan contraste con la marca del paso del tiempo sobre su cuerpo. Se puede amar con plena pasión juvenil en la tercera edad, se puede ansiar la maternidad cuando el tiempo ha reducido la fertilidad, se puede comenzar cursos universitarios en la jubilación, se puede entrenar y practicar un deporte ansiosamente en la plenitud de la madurez. El anhelo de la inmortalidad permanece en el ser humano como el gran contrasentido entre su razón y su voluntad, y ello no es ajeno a que en su forma de ser la percepción del envejecimiento físico y mental se advierta como algo sobrevenido sobre la identidad subjetiva que se reconoce enriquecida permanentemente desde el uso de la razón hasta el momento de la muerte.
Esa identidad  del yo que persiste cuando se mudan una y otra vez las células del cuerpo constituye el alma de cada persona, que parece poseer una naturaleza eviterna sobre la objetividad del paso del tiempo sobre cuanto acontece, ya que algo de ella permanece subjetivamente inalterable permitiendo reconocerse en un modo de ser peculiar que asume la identificabilidad de un yo que permanece en el cambio que se genera en el tiempo.