DERECHOS Y DELINCUENCIA
Las garantías legales costaron mucho de establecer para el pueblo en general contra el dominio de los poderosos. Gran parte de su institución contemporánea nace de las revoluciones de los siglos XVII y XVIII, en los que se reconoce al ciudadano las garantías contra el abuso de poder de la nobleza y los soberanos. Esta aproximación a una igualdad en el derecho se ha fortalecido en la segunda mitad del siglo XX, donde las democracias han luchado por la plena igualdad de los ciudadanos ante la ley.
La extensión de los derechos a toda la sociedad ha sido muy bien recibida por los desaprensivos de la ley y el orden, ya que entienden que mediante la reclamación de vulneración de derechos pueden extorsionar la aplicación de la ley, o al menos retrasar su contundencia y condena, de modo que por una parte se esfumen pruebas y por otra se gane tiempo para poner a buen recaudo los beneficios de los delitos o la estructura de la banda. Así no ha sido extraña la denuncia de torturas, la autolesión, o la complicidad con abogados para, aduciendo licencias de legítimo defensa o de intimidad, conseguir recusar legítimas actuaciones judiciales.
Un principio que subyace en la naturaleza de la filosofía social es que un derecho no puede aducirse para ejercer un mal, pues el derecho nace de la mutua confianza de los miembros de la sociedad para llevar a buen término sus relaciones. De tal modo que todo derecho se enmarca en el bien común, que es el último fin de la sociedad, y por tanto la razón se pierde cuando se ataca a ese bien que protegen las leyes. Quedas imperturbables los derechos naturales, pero ninguno de ellos en lo que pueda suponer un recurso para la comisión de un delito, pues ello mismo supone la conculcación de los derechos de otros ciudadanos, e indirectamente la fortaleza de la legalidad misma de la sociedad.
Se discute hasta cuánto se puede restringir la libertad de un ciudadano ante la sospecha de la futura implicación en un delito, pues, o ya se está en el delito por los actos de su trama o inducción, o si no se podría extender la sospecha sobre cada uno y todos los ciudadanos privándoles de sus derechos. Esa diligencia que los ordenamientos jurídicos confieren a policías, fiscales y jueces, debe ser utilizada con la máxima precaución, para ni extorsionar a ciudadanos inocentes, ni crear alarma social.
Cuando se lucha contra la corrupción o el delito organizado, la actuación de las autoridades del orden debe ser proporcionada a la realidad de la trama delictiva, y por ello es frecuente que haya que recurrir al secreto seguimiento de conversaciones, reuniones, movimientos bancarios, complicidades familiares, etc. Ello implica que en ese seguimiento se haya de restringir derechos de privacidad vinculados a las operaciones sospechosas delictivas, porque, o el sistema judicial se provee de esos medios, o su mandato de defensa de los ciudadanos se ve muy mermado. Como esos derechos se están utilizando al margen del fin legítimo por los que las leyes los protegían, parece adecuado que, en defensa de la misma sociedad que los articuló, se restrinjan en todo lo necesario.
Es habitual que en los delitos de trama, los abogados contratados están al servicio de la trama más que al de la justicia. Por ello, está más que justificado la intervención secreta de todos los contactos entre delincuentes y letrados, porque el derecho de la libre defensa no puede ser aducido para extender la acción criminal desde las celdas de los detenidos al exterior. En ello la imparcialidad de los jueces está en deslindar de los datos extraídos cuáles corresponden al proceso normal de defensa y cuáles pueden suponer contactos que clarifiquen las conexiones de la trama delictiva.
La astucia de muchos letrados y la inexperiencia o imparcialidad dolosa de algunos jueces hace que la sociedad perciba cómo los delincuentes manejan a su antojo los resquicios del derecho para la impunidad. Cada vez que se dictan sentencias absolutorias, o suspensiones de pruebas, por causas de procedimiento o defectos de forma, la sociedad tiembla, ya que no es raro que sean precisamente los recursos de los grandes grupos de presión quienes logren la impunidad para flagrantes delitos.
Extender el derecho común al derecho para cometer delitos puede parecer una paradoja, pero la percepción que tienen los ciudadanos cada vez se acentúa más en que en la justicia también existen manos de guante blanco que mueven los hilos del derecho para interpretarlo al interés de los poderosos.