IDENTIFICARSE CONSIGO MISMO
Existen etapas en la vida que vienen marcadas por la edad. Así, hablamos de la juventud, la niñez, la tercera edad... Pero también se puede hacer divisiones en función del estado de desarrollo de la personalidad, lo que se reflejaría en un itinerario de progreso hasta la madurez, para debilitarse posteriormente con la senilidad. Ese culmen en el hombre y la mujer que constituye su madurez es difícil de identificar, porque no va ligado necesariamente al tiempo vivido, no permanece invariable con los años. La madurez representa un grado de desarrollo de la personalidad, en la que, sin dejar de coexistir contradicciones, se percibe la propia realización, y cada cual comienza a estimarse asimismo en función del valor y realización que considera obtenido en la vida.
Quererse a sí mismo parece lo propio de la juventud, cuando el ser humano descubre su libertad, la capacidad de amar... Pero quererse como sujeto -el que obra- no necesariamente se identifica con el que se quiere asimismo porque lo que obra le satisface en cuanto realización. Esto último es consecuencia de una reflexión en la que se evalúa si lo que se está haciendo realmente colma las aspiraciones de lo que se concibe que cada uno es. La madurez, por ello, supone dos procesos: 1º Descubrir qué se es. 2º Modular la personalidad en coherencia con lo que se es. La juventud se caracteriza por una personalidad inconformista, tanto respecto a la realidad circundante como con el propio yo. La madurez supone la reconciliación consigo mismo. En el inteervalo entre las anteriores se suele vivir muy mediatizado por el influjo exterior.
La edad en que el espíritu de madurez se consolida no está determinada en la vida. Hay quien ya de joven reflexiona y concibe con claridad el sentido de su existencia, interpretando acertadamente el idealismo, y planificando su vida con un cierto que le reporta ya el reconocimiento de su realización. Para la mayoría es a partir de la década de los cuarenta cuando la reflexión sobre su ser se agudiza, surgiendo el conflicto entre lo que se hace y cómo se debería obrar.
Realmente la madurez representa una introspección sicológica en la que progresivamente se concluye que para ser uno mismo es preciso desligarse de los influjos externos que condicionan la vida. Durante años, desde la infancia, existe una transmisión de la cultura y una cierta dirección de la personalidad por personas y grupos externos, que van a determinar mucho de lo que se acepta como norma de vida. En la juventud surge una rebeldía contra ese dirigismo, que se proyecta en el enfrentamiento al círculo de influencia más próximo y relevante: La familia y la disciplina educativa, pero sin que el joven sea plenamente consciente está siendo guiado por los estímulos del consumo y la moda, que toma como referencias de independencia, cuando realmente constituyen la telaraña en la que su personalidad va a permanecer atrapada durante años. Cuando con los años la experiencia despierta el sentido de la liberación, sólo entonces se comienza a penetrar en la propia conciencia y se dictamina qué de lo que se hace lo ha incorporado el hombre o la mujer por pura respuesta de inercia a la presión externa, y qué realmente de lo que constituye su ámbito de vida responde sin equivoco a su auténtica personalidad. Decidir entonces rectificar los condicionantes de su destino es lo que impulsa a muchas personas a cambiar de vida superada la etapa central de la misma.
La introspección que genera el estado de conciencia que propicia el cambio puede realizarse paulatinamente o corresponder a una experiencia puntual. Ello no garantiza que el rumbo que se tome sea el adecuado y se acierte en lograr una mayor dicha en la vida. Lo que la madurez induce es a una sinceración consigo mismo, simplificando la postizo que lastra la propia personalidad, pero ni la experiencia acumulada ni los años garantizan una adecuada gestión de la misma.