EL GRAN ESPECTÁCULO DEL MUNDO
Una parte importante de las necesidades que la sociedad humana precisa satisfacer con el consumismo provienen de la oposición entre la pérdida del hábito de enriquecerse con la contemplación y la de entretenerse con juegos externos que sean los que motiven la sensibilidad. Ya sea la contemplación intelectual de su existencia o las sensaciones de admirar la realidad de la naturaleza que comparte, se imponen como las mayores preferencias humanas cuando se dedica tiempo para que exista esa relación personal entre el ser humano y su hábitat.
El placer del contacto con la naturaleza sólo cautiva por experiencia. Se hace preciso educar la sensibilidad para que no dé por conocido el entorno más próximo y más lejano con el que cada persona puede entrar en contacto. La atracción por la contemplación puede ser que siga de una determinación del carácter, o que se adquiera como un hábito creciente de la sensibilidad por el orden y la estética de la naturaleza, pero lo que para muchos parece ser determinante es cómo crece, hasta adquirir consideración de pasión, la interiorización de valores asociados al contacto con la naturaleza. Captar la serenidad que transmite un lago, la sensacion de grandeza de los altos riscos, la ingravidez del vuelo de las aves, la melancolía de una puesta de sol, la vivacidad de las aguas bravas, el sonido del silencio del desierto, la inmensidad de la mar, la estética de las flores, los contraluces de la estepa, el anonimato de la profundidad de los bosques, la sinfonía de las selvas tropicales, la fragilidad de la nieve, la delicadeza de los frutos silvestres, por no nombrar la singularidad que envolviendo la vida de cada ser viviente nos induce a considerar el misterio de nuestra propia existencia. Con razón se puede citar como El gran espectáculo del mundo el hábitat que vivimos, al que sólo tenemos que asomarnos por la ventana de nuestra sensibilidad.
Crecer en el amor a la naturaleza está fuertemente vinculado a crecer en el propio amor, que no necesariamente es amor a lo propio, porque el hábitat cuanto más se le admira más se percibe como patrimonio común de la humanidad y de la biodiversidad, cuya multiplicidad de especies constituye la riqueza esencial para su contemplación. Tanto enseña esa relación con el medio ambiente que, sin que se pueda considerar fuente de la ética, educa la conciencia del respeto, que constituye la base de la buena relación entre las personas.
La migración del ámbito de vida rural hacia las urbes puede poner en serio peligro el hábito de la contemplación, sobre todo cuando el hombre desprecia la oportunidad de disfrutar el paisaje que le brinda la ventanilla de un servicio público de transporte, cuando ha de desplazarse a otra ciudad. Se prefiere el propio automóvil y fijar la vista en el coche que precede y la tensión del tráfico. Poco a poco, consumiendo la vida en una ciudad cuyas torres ocultan las salidas y puestas de sol y su iluminación las estrellas, si no se cultiva la sensibilidad se corre el peligro de pensar solamente en conflictos, agendas, compromisos, facturas, televisión e internet, cayendo en olvido que cada ser de la naturaleza ha sido premiado con poder contemplar gratuitamente la grandiosidad de la parte y el todo del universo que se disponga a percibir.