NACIÓN Y TRADICIÓN
La conciencia de nación que posee una comunidad debe mucho a la tradición que, durante años y años, ha transmitido y reforzado el común sentimiento de compartir un conjunto de rasgos del modo de entender la vida en sociedad. Por eso, no hay nación sin historia, siendo ésta incluso más decisiva que el territorio o una lengua propia.
La aceptación de la tradición en una nación puede enfocarse de dos maneras distintas: 1ª Como lo característico de la misma, sin lo cual la nación se disolvería. 2ª Como un legado histórico que no puede condicionar el futuro de la nación. Estos dos modos se esgrimen, con más o menos acierto, en el debate político cuando se ha de interpretar la definición del Estado. Hay quienes sostienen que deben mantenerse las tradiciones, porque prueban la estabilidad habida en la continuidad de la nación. Otros consideran que deben superarse las tradiciones, porque corresponde al modo de pensar de los antepasados, suponiendo el progreso la prospección en las nuevas formas de interpretar las relaciones sociales.
Para muchos, el enfrentamiento ideológico entre tradicionalistas y progresistas consigue el equilibrio intermedio, el cual, cuando la política se escora en exceso hacia una de las tendencias, hace que los segmentos de la sociedad menos identificados influyan rectificando el curso del exceso de innovación o el demasiado conservadurismo. Influye que todo cambio genera un cierto temor, pero también la sociedad percibe el peligro sicológico del inmovilismo, pues cada relevo generacional o supone un progreso o languidece.
Conocer cuáles tradiciones son compatibles con las nuevas formas de pensar se debe realizar a través del análisis de si esas tradiciones respetan los nuevos valores que constituyen el ideario nacional e inspiran la vigente legislación. Lo que se oponga a ello, debería ser erradicado, con más o menos presteza, según el grado de implantación social, pero con determinación.
Una manera de verificar la objetividad del análisis de las tradiciones consiste en trabajar con la hipótesis de, si esa costumbre no existiera implantada en la nación, si por aplicación de los valores modernos se aprobaría su legitimación. Cuanta mayor sea la constatación de que la sociedad actual no la generaría, más razón hay para marginarla del ordenamiento social. No se trata de renunciar a la historia, sino de considerar cómo han evolucionado los criterios y dar a lo pasado carácter de histórico y no de fundamentación de la propia nación.
Considerar que el presente debe estar condicionado por el pasado y no por el futuro, es un gran error político, porque la dinámica del tiempo hace que sólo el futuro, como fin de cada acto presente, es lo que posee realidad. El pasado constituye una valiosa fuente de información , como verificación de las consecuencias de las innovaciones en su día aplicadas, pero también de juicio de cómo las categorías de valores han cambiado. Muy posiblemente sirva para observar cuánto las relaciones de dominio mutan sus formas, pero se conservan los poderes efectivos de una parte sobre otra de la sociedad.
La ideología de progreso de una nación no debe ignorar las enseñanzas históricas, porque muchas de ellas muestran la idiosincracia del pueblo, con sus limitaciones y virtudes, las cuales pueden predecir reacciones y comportamientos futuros. Pero lo esencial para una nación es que las personas que sientan esa nacionalidad se consideren lo suficientemente libres como para no sentirse coaccionadas por lo que pensaran y decidieran sus antecesores, porque a cada tiempo le corresponde la marca de su gente, y no existen motivos objetivos para suponer que los predecesores gozaran de una mayor sabiduría.
La costumbre puede considerarse fuente de ley siempre que no exista contradicción de valores. Las tradiciones, por muy arraigadas que estén, no deben sobreponerse al sentir mayoritario de cada comunidad, según ésta evolucione en la concepción del sentido y fin de las relaciones sociales.