VOLVER, VOLVER...
Para quienes trabajamos y observamos el comportamiento de los mayores, una de las cosas que personalmente me ha llamado la atención es ese algo de común que la mente -no el cuerpo- tiende a tener con la juventud. En unos casos vuelve el idealismo a apoderarse de las personas de edad, a otras les domina el escepticismo sobre cualquiera de los valores que tiempo atrás suponían el motor de la vida, y no pocas giran su mentalidad hacia el romanticismo. Esas tendencias de la personalidad: idealismo, romanticismo y escepticismo, son propias de la juventud, por lo que, de alguna manera, parece que en muchas personas mayores, conforme avanza su edad, crece un deseo de retorno a la juventud, o al menos surge el anhelo de aquellas vivencias, lo que puede marcar suficientemente sus comportamientos.
La madurez de la vida muy probablemente reconduce el idealismo, el romanticismo y el escepticismo juvenil hacia planteamientos más pragmáticos, donde se aprecia más el integrarse en lo que hay, que desgastarse en cambiarlo o distanciarse por incompatibilidad. Muchos ideales se entregan al quehacer práctico para atender a las necesidades profesionales y familiares. Incluso el escepticismo se modera porque la presión social reordena los conceptos de realización, haciendo que la persona madure modulándole a los criterios de consumo que la sociedad le presenta como la mejor forma de vivir. Se vive ese espacio de la madurez, en gran parte, en función de la tarea elegida de educar a los hijos o en triunfar profesionalmente, pasando la vida propia a un segundo lugar, dando por superados los ideales que en la juventud se tenían como los modelos que podrían dar sentido a la vida.
Cuando se superan los cincuenta y tantos años de edad, la vida parece que vuelve a hacerse más personal, recuperando el ansia de libertad entregado en la etapa anterior. Al tiempo que la persona se desliga o relativiza las obligaciones, la mente retoma el recuerdo de la juventud, cuando el valor del yo constituía en centro de la vida, porque aún el entramado social no precisaba reducir los anhelos de independencia.
Esa marginación que la sociedad da a los jóvenes, por su escaso ámbito de poder, es la que los mayores apetecen devolver al orden social establecido que les ha condicionado durante años, y surge la pasión por la autoafirmación, cuando se cosidera que pueden quedar pocos años de vida. Ello confiere que surja el escepticismo, desvalorizando lo que se ha podido hacer en la vida. Quienes, en cambio, retoman el sentido de la libertad ganada, al desentenderse de ataduras anteriores, de modo romántico lo consideran una nueva oportunidad, quizá la última, de realizarse en autenticidad. Así recurren a aquellas maneras de hacer y soñar de la juventud. Ese redescubrimiento revitaliza la vida de tal modo, que enfervoriza la autoestima, por encima de modelos sociales aceptados, pero no interiorizados.
Los ideales de realización pueden variar tanto como: solidarizarse con los desfavorecidos, enamorarse locamente, viajar sin descanso, estudiar sin razón, reivindicar opciones políticas, adiestrarse en algún arte, profundizar en la verdad de la religión, cultivar con pasión un afición, etc. Contemplado desde el exterior, la crítica puede rayar en juzgar llegada la enajenación senil, calificando de manías las nuevas actitudes de los mayores, porque muchos dan por supuesto la languidez de la vida conforme envejece el cuerpo, sin tomar en consideración que el alma - mientras se sirva de una mente útil- no pierde su entidad para anhelar a los 60 años tanto como a los 20.