PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 55                                                                                          MARZO - ABRIL  2011
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EL LÍMITE DE LA TOLERANCIA

 
El fomento de la tolerancia se considera como uno de los valores que inspira el progreso democrático, ya que respetarse mutuamente avala la sana vida social. Cómo cada cual quiere preservar su propia personalidad, así se ha de respetar la de los demás, lo que no impide que, para que la vida en sociedad pueda ser posible, haya que convenir normas suficientes para la mutua cooperación al bien común. La incidencia de la propia manera de ser, el conciliar la vida de cada uno con la necesaria convivencia es lo que origina convulsiones dentro de la comunidad.
La alteración social se sigue en una primera instancia de una deficiente manera de saber estar en sociedad, porque existe la pretensión muy extendida de imponer el propio criterio -el cual cada persona lo mantiene porque lo considera el adecuado- y de ignorar o rebatir la posición opuesta. Esa postura, que es el germen del radicalismo, tiene que ser depurada en la conciencia de cada individuo que se quiera considerar como ser social, porque la convivencia es un valor que se ha de construir, ya que, a pesar de la buena instrucción, no se desarrolla de manera innata. Convivir es permitir el desarrollo de varias vidas que se suplementan, y, cuando no se aprende correctamente, la consecuencia es que unas vidas se autorrealizan con el dominio sobre las otras, lo que está negando la esencia misma de la convivencia. Esto afecta a todos los estamentos de la sociedad: La violencia familiar, la marginación escolar, la exclusión social, la discriminación laboral etc. en los que, aunque la aplicación sea muy distinta, la causa común se haya en una deficiencia de haber aprendido a convivir, lo que repercute en una actitud de dominio de unos sobre otros.
La tolerancia es precisamente la perfección que capacita a la persona humana como ser social, por la que se estima tanto el derecho ajeno como el propio, porque de ello se reproduce el bien común. Tolerar no supone ninguna renuncia de personalidad, sino convergencia de voluntad, no de criterio, de que la diversidad no es un obstáculo para encontrar puntos de encuentro que favorezcan el mutuo bienestar, y que los desencuentros constituyan reductos a los que unos a otros se concedan tolerancia de la propia y distinta personalidad.
Aunque son pocas las personas que se autodefinirían intolerantes, lo cierto es que son menos los realmente tolerantes, de cuya paradoja se deduce que la conciencia social no ha sido capaz de discernir muy bien qué es la tolerancia, e inculcarla como valor en la educación. El problema radica en que habiendo pocas personas tolerantes se hace muy difícil objetivar los modelos reales de tolerancia social. Generación tras generación se transmiten contenidos de educación y respeto, pero, como los modos no acompañan, se imitan más las maneras de imposición y subyugación, que aparentemente logran imponer el respeto a la propia persona, que las que favorecen una convivencia en concordia en el respeto a la igualdad de derechos.
Como la tolerancia ha de seguirse de la libertad, y no de un estado de necesidad o subyugación que coarte la personalidad, su límite como valor estará en la mutua consideración que no alcance a vulnerar la libertad. La tolerancia que admita reducir la propia libertad, aunque fuera mediante la inducción indirecta, estaría contrariando la propia esencia de dicho valor, porque nadie puede admitir rebajar o reducir el ámbito de libertad que garantiza el ejercicio de la propia personalidad. En la medida que se pierde la libertad, el sentido de convivencia se debilita, ya que la imposición domina sobre el respeto, y dañada la propia conciencia del respeto, difícilmente se puede construir desde la verificación del mismo como valor. Incluso, cuanto más se coarta la libertad, más se radicaliza la oposición a la tolerancia, porque su mera reivindicación entra en oposición con quienes apuestas por estandarizar los supuestos valores que se presumen deben imponerse como norma absoluta del bien común.
Esta oposición entre tolerancia y radicalismo ha sido constante en la historia, y mientras la tolerancia respeta todas las ideas y tendencias que puedan surgir de la razón, siempre que no se impongan como única razón, el radicalismo impone un criterio, sin tolerar al discusión de posible alternativa. Su error proviene no del convencimiento que se pueda poseer, sino de no admitir que el mismo pueda ser discutido, cuando, por el contrario, cuanto más seguro se estuviera de la verdad, con mayor gana se admitiría la discusión para que de su misma exposición redundara la evidencia de su sentido. Pero el intolerante necesita cercenar la libertad, ya que al no imponerse por la lógica su criterio, precisa la acción de la fuerza sobre las conciencias ajenas para que se avengan a sus ideas. Por ello, como no se debe nunca perder la referencia de la libertad, se hace necesario reducir la acción al intolerante, aunque pudiera parecer ello mismo intolerancia, pues en caso contrario aquel impondría la pérdida de la libertad, garante última del ejercicio de la personalidad.