PODER Y AUTORIDAD RELIGIOSA
El poder y la autoridad muchos los consideran realidades análogas, porque la política ha configurado como autoridad a quien el poder personaliza para el ejercicio del gobierno. De ese modo a la semántica común le es difícil distinguir una autoridad sin poder. En otros usos semánticos distanciados de la política, autoridad y poder presentan rasgos distintivos suficientes para que queden objetivamente diferenciarse como referencias significativas. Así, en la enseñanza, la cultura o en el arte la autoridad se logra por el prestigio, aun cuando el poder mediático obre en contra.
En la esfera de la vida espiritual la diferenciación entre poder y autoridad es aún más rotunda, ya que el mundo espiritual, sin que se pueda afirmar que es ajeno al poder temporal por las estrictas relaciones materia-espíritu, por gestarse en el fuero interno de la conciencia, no puede ser determinado por ninguna voluntad ajena, que es el objeto del poder. Esa pasión del poder por violentar las conciencias choca con la fuerza espiritual que reclama la plena independencia para el alma. Sin embargo, la autoridad moral, que no busca violentar la conciencia, sino ilustrarla, sí se constituye con frecuencia como modelo ejemplar para determinarla a obrar bien.
En todas las religiones han convivido poder y autoridad, y esa convivencia presenta claros y oscuros: auténtica espiritualidad, cuando predomina la autoridad que ilustra la fe y la razón, y fanatismo, cuando el poder logra la sumisión ciega a su dictado. Podría parecer que siempre la espiritualidad --como acto del alma-- debería gozar de la libertad de sólo dejarse influir por la verdad trascendente, pero en la realidad personal, como la abstracción espiritual no es siempre diáfana, es fácil sucumbir bajo el efecto del poder, que muchas veces se ejerce en función de una tradición contra la que cuesta revelarse, porque, si se carece de verdadera experiencia de vida espiritual, se estima que no existe más alternativa que el sometimiento al poder religioso o la perdición del alma.
Si se entiende por religión la relación entre ser humano y Dios, tanto el poder como la autoridad religiosa tendrá por fin el mostrar la entidad de Dios para hacerla próxima al alma. Eso la autoridad religiosa sólo puede lograrlo cuando en sus actos refleja la realidad de Dios. Esa responsabilidad no se satisface con configurarse como depositario del poder de Dios, porque no pudiendo ser ello demostrado, ya que la voluntad de Dios sólo la conoce Él mismo, ha de ser la autoridad de las obras las que, trasmitiendo una imagen creíble de Dios, muevan a las demás personas en esa misma dirección. La intuición humana, el modo de saber propio de su alma, está diseñada para discernir el bien y el mal, el amor y el odio, la justicia y la ambición... pero sobre todo su objeto primero está en conocer la realidad propia de su alma y, trascendiendo desde ella, el espíritu de Dios. De modo que, aun sin un entendimiento preciso de Dios, sobre cualquier imposición el alma distingue lo que ella contempla de la verdad de Dios. Así sólo crecerá espiritualmente en el reconocimiento de aquella autoridad moral que le trasmita una ejemplar comunicación que fortalezca el entendimiento de Dios.
En todas las religiones el poder se configura en una estructura que se erige también en autoridad, pero mientras el poder lo ejecuta mediante el dictado de normas, interpretaciones e imposiciones sobre sus fieles, la autoridad moral sólo trascenderá de la ejemplaridad de las obras de quienes se constituyen con funciones de gobierno, con una comunicación que identificará en gran parte la adhesión a esa fe en función del reconocimiento de Dios que trascienda.
Además de las estructuras de poder, todas las religiones se sostienen y difunden en función de la autoridad ejemplar de sus fieles, que con sus obras muestran la verosimilitud de la espiritualidad que dicen confesar, o sea, de cómo trasciende sobre su vida su relación personal con Dios. La coherencia de sus obras con la idea universal de Dios debe ser el fundamento esencial de toda autoridad moral que se quiera dimanar, porque si niegan lo primario y simple que la intuición atribuye como esencia de Dios, no caben artificios piadosos que puedan convencer.
Como a Dios se atribuye la Omnipotencia, se podría entender que el ejercicio del poder se sigue de una identificación con esa perfección de Dios, lo que justificaría su implantación en todas las religiones y la jurisdicción que desde esa estructura se extendería sobre todos los fieles. Pero dado que a Dios también se atribuye la infinita Bondad, del ejercicio del poder todas las acciones deberían ser buenas, de modo que por su misma bondad se constituyan como ejemplares de autoridad. Y como a Dios se atribuye el Amor perfecto hacia los hombres, todos los actos de ejercicio del poder deberían reflejar esa caridad, por lo que por sí mismo se aceptarían como ejemplares. Y así se podría seguir con cada una de las virtudes.
Quizá el cuestionamiento del poder en la religión esté precisamente en si quienes administran ese poder son precisamente quienes demuestran ser verdadera autoridad por la coherencia de sus obras con la fe que predican sobre la realidad de Dios. Se puede aducir que quienes se muestran ejemplares no siempre ejercen de modo correcto, y que su ejemplo, si entra en conflicto con la ortodoxia, puede incluso ser perjudicial. Pero también sirve alegar que, si desde el poder no trasciende una autoridad ejemplar que mueva a un efectivo progreso en la vida espiritual, ¿para qué sirven las religiones?