PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 57                                                                                          JULIO - AGOSTO  2011
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TELEVISIÓN CULTURAL

 
La polarización política del mundo entre liberalismo y socialismo ha marginado el espacio intermedio en el que el Estado, sin exigir exclusividad, asumía la responsabilidad de una oferta digna de televisión en función de fomentar el interés educativo en los ciudadanos.
El liberalismo sostiene que el Estado obstaculiza la libre iniciativa de la oferta de mercado, y el socialismo se sirve de la posición de privilegio del Estado para dirigir ideológicamente la oferta cultural. Entre ambos extremos existe un espacio legítimo de actuación para el Estado cuando el mismo se construye como la imagen plural de una sociedad democrática.
Previamente a la consideración de la posible intervención ideológica de los medios de comunicación es interesante objetivar su función, y en especial de la televisión. El dilema que se presenta es si su finalidad es cultural o de ocio, porque, según se conciba una u otra, se verá afectada la exigencia ciudadana de su excelencia. Cuantos más se decanten por el contenido de ocio, parecería que menos importará la significación del Estado como garante de la responsabilidad cultural, pero siempre existirá un resto importante de ciudadanos a los que atender en su legítima exigencia de que también los medios les acerquen la cultura.
El liberalismo pretende ignorar que las compañías mercantiles de la comunicación también tienen su programa ideológico sobre el ciudadano, para someterlo a sus intereses, y que la libre competencia que amplía la oferta no es garantís más de que van a competir los distintos medios en fidelizar las ideas del espectador para ganarlo a la causa que garanticen los intereses económicos del promotor del medio. Por ello, la pluralidad de los medios posibilita la independencia cultural, aunque no garantiza que se ofrezca si los promotores consideran que el entretenimiento les hace más rentable su inversión.
El derecho a la cultura puede considerare como un derecho fundamental, ya que, con la educación, potencia en gran parte la creatividad personal que constituye el objeto propio de la dimensión intelectual del ser humano. Como la oferta mercantil no puede garantizar satisfacer el interés cultural de los ciudadanos es por lo que el Estado debe intervenir para atender ese derecho.
Que la intervención estatal sirva para la orientación ideológica dependerá de que la ordenación institucional pública tenga bien establecida la pluralidad de la representación popular y que la misma se refleje en la gestión del gobierno de los medios públicos de comunicación. Mientras los medios privados se representan así mismos, los públicos deben ser participados pluralmente tanto como lo es la sociedad misma. Sólo así estarán en disposición de servir eficazmente a la obligación estatal de favorecer la cultura.
Sobre si el derecho a la programación cultural ha de sufragarse a cargo del presupuesto estatal o autónomamente mediante la publicidad, bien caben las dos posibilidades, si bien la primera respeta mucho más la dignidad de la persona, ya que no la somete a la ley del consumo, lo que parece compatible con la función del ocio, pero menos cuando el fin que se busca en los medios es el cultural.
Pensar que el Estado realiza abuso de poder por proteger que se provea al fin cultural al menos un canal de televisión puede considerarse demagogia, porque si el fin en sí mismo alcanza gran difusión, porque el interés de la comunidad se decantara hacia la cultura, no habría razón para que las cadenas privadas ofrecieran dicha programación. En ese caso al menos quedaría preservada la independencia de los contenidos si se vigila que la gestión pública sea correcta.