PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 57                                                                                          JULIO - AGOSTO  2011
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IDENTIDAD DEL ESTADO

 
En política se puede definir el régimen antiguo como el que identificaba los reinos e imperios -lo que se asimilaría a la noción moderna de Estado- en función de la autoridad y el territorio. El régimen moderno es el que define al Estado en función de la soberanía compartida de sus ciudadanos, que también se vincula a un territorio. La oposición entre uno y otro régimen se podría suponer que refiere que refiere sólo a la autoridad frente a la soberanía del pueblo, dado que en ambos la vinculación territorial subsiste, pero conviene analizar algo más de lo que el territorio significa para para la identidad del Estado.
Una sociedad lo es en función de que existe un grupo de personas que convienen en asociarse. En la medida que ese grupo ocupa un espacio definido de territorio, se le asigna la demarcación como una configuración de ámbito que le refiere y que ayudando a su localización le define territorialmente. Esas sociedades podríamos reconocerlas como Estados naturales cuando exista una organización común que las vertebra. Durante siglos existieron los reinos e imperios que representarían los Estados autoritarios, porque se construyeron por la adhesión u ocupación de comunidades -los Estados naturales- sin que mediara consenso social de convivencia. Se imponía el Estado territorial de arriba a abajo, en función del interés de dominio y del poder de las armas de un grupo autoritario.
La evolución al nuevo régimen político se lastra de que la demarcación territorial heredada no tiene necesariamente coincidencia con la vertebración social de un Estado, y de que la soberanía ciudadana entiende por Estado una estructura real de intercambio de servicios más próxima al Estado natural que la idealización tradicional de domino del Estado autoritario. Se prefiere políticamente el Estado que sirve a los ciudadanos que el que somete a los ciudadanos, lógica consecuencia del principio de que la soberanía reside en cada uno de ellos.
Conjugar la identidad de un Estado moderno sobre un territorio heredado puede arrastrar la dificultad de que todos los ciudadanos se reconozcan ellos mismos como una unidad social apta para la mutua colaboración, bien porque existan concepciones grupusculares que se excluyan, o porque la relación de progreso y solidaridad que inspira toda asociación no se vea realizada en la estructura formal del Estado.
La estructura de un Estado la marca la identificación de sus ciudadanos con el mismo, lo cual se cuantifica por el grado de satisfacción que su estructura real les proporciona. Pero aun cuando su estructura permita la legitimidad política de la participación y representación universal, el bien que espera el ciudadano de la protección del Estado dependerá de la eficacia de la gestión, por lo que la garantía política no asegura el ideal de lealtad del ciudadano.
Cada soberanía personal que se compromete en la constitución del Estado es una célula de libertad que el ciudadano no quiere ver denigrada. De ahí su exigencia de que el respeto a las instituciones se gane mediante la salvaguardia por la autoridad de sus derechos, cuya ignorancia o marginación constituye la principal causa de desafección personal. Los ciudadanos demandan del Estado no sólo protección sobre sus fronteras, sino también no ser arrollados individualmente por las fuerzas de los grupos de presión, cuyos intereses ocultos parecen tener más receptividad para las autoridades que las de sus representados. Existen nuevas formas de dominio que se ciernen sobre los Estados naturales por la presión económica y el comercio de lo que ha venido a llamarse las multinacionales, cuyo fin es que la política total de los Estados se doblegue, y así en vez de servir a sus ciudadanos lo haga a otros intereses ajenos que habitualmente se esconden en la idea genérica de los nuevos tiempos de globalización.