PASO ADELANTE, PASO ATRÁS
Desde siglos la religión ha sido considerado como un hecho social, de modo que la confesión, más que las creencias, se hereda de generación en generación, constituyendo no una pequeña parte de la tradición de cada comunidad. Esta tendencia social es lo que genera la interferencia entre religión y política, porque siendo la política la ordenación de la nación en Estado, los defensores de las tradiciones nacionales imponen el respeto legal a las normas morales.
La progresiva liberalización de la sociedad concibe la libertad religiosa como un ámbito personal, no social, y por ello la igualdad de derecho de todas las personas a seguir y practicar la doctrina religiosa que le dicte su conciencia. Aunque el progreso en libertad religiosa sea patente en la teoría del derecho político, lo cierto es que en la práctica los aveces y retrocesos se suceden sin que se advierta una clara trayectoria que universalice la independencia del ámbito político del dictamen moral de la confesión religiosa más influyente en cada comunidad.
El derecho mismo de libertad religiosa clama para que la política sea en este ámbito tan libre como para que no pueda decidir transponer normas que siendo doctrina de una religión supondría una violación de conciencia para quienes practicaran otra distinta. Quienes defienden esa práctica argumentan el fundamento tradicional de la religión, pero ignoran cómo las más de las religiones se han impuesto por la fuerza de la autoridad que reprimió la legítima contestación.
El debate actual de la libertad religiosa en la vida civil reivindica no sólo la libertad para elegir una o ninguna religión, sino la que cada conciencia posee para practicar una doctrina de acuerdo a la coherencia íntima de su fe. La realidad de esa creencia podrá informar, como valor, la ética de su comportamiento, y por consecuencia a su contribución ciudadana al bien común en los cauces sociales en los que participan todos los ciudadanos. Esa trascendencia de la religión, que es la que aprecia la sociología moderna, choca con aquella otra interpretación clásica que proclama al dependencia de las conciencias al adoctrinamiento, y pro ello se concibe la política como un elemento más al servicio de la propagación de una determinada fe, o al menos que no pueda generar interferencias con la misma.
Del mismo modo que la conciencia de cada persona pasa por etapas de mayor o menor reafirmación en la fe respecto a la doctrina aprendida, la sociedad misma parece titubear hasta cuánto conferir de libertad religiosa, y cíclicamente la política se divorcia de la religión, para posteriormente volver a anhelar su reconciliación, como un recurso de protección.
Los procesos migratorios que van unidos a la globalización están poniendo de manifiesto cómo el derecho de libertad religiosa está mucho más cuestionado en las bases sociales que en las legislaciones, porque mientras éstas se adecuan progresivamente a las doctrinas políticas cambiantes, las mentalidades populares son más reacias a adaptarse, ya que identifican el respeto a la tradición de sus antepasados como fuerza casi de ley, mentalidad populista que constituye un substrato adecuado en el cual los líderes religiosos desarrollan su apuesta política.
Así, se puede decir que en libertad de conciencia y superación de privilegios religiosos la sociedad progresa, pero que en cuanto progresa parece que le surgen temores de identidad que la hacen volver a posiciones más conservadoras. Es muy probable que ello se deba a un efecto de masas, que se decantan alternativamente de una a otra posición, quizá por el riesgo de que administrar la propia libertad a veces induce el vértigo del destino hacia adónde se va.