SER Y TIEMPO
Una gran inquietud para el ser le viene del conocimiento del tiempo, porque éste le parece medir la limitación de toda existencia y como consecuencia la previsible contingencia de cada ser. Al no existir relación de dependencia entre las naturalezas del ser respecto al tiempo, esa inquietud carecería de fundamento si no fuera por lo que pueda estar vinculado al conocimiento que el ser pueda tener de sí mismo, que en cuanto aprensión cognitiva de base sensorial significa un movimiento intelectual y por ello evaluable en el tiempo. Así aunque a la naturaleza del ser no le incumba el tiempo, todo ser facultado para conocer se interpreta en el tiempo.
La definición del tiempo y de sí constituyen dos objetos intelectuales de primer rango para la inteligencia humana, porque como un a priori de la sensibilidad -según lo concibe Kant- todo el procedimiento sensible del conocer incluye una forma con la que se relaciona, que motiva percepciones sensibles externas e internas conmensurables en el tiempo tanto como definición del momento de la aprehensión, como del cambio intelectual entre el tiempo en el que no se conocía y el tiempo en el que se conoce; dos momentos cuya distinción son sustanciales para poder definir el tiempo como la medida o evaluación de ese cambio.
La misma percepción que nos enseña lo que es el tiempo es la que nos induce a considerar al propio ser fuera del tiempo. Quién no ha experimentado en alguna ocasión de su vida cómo las circunstancias de aislamiento provocan la sucesiva pérdida de la percepción del tiempo. Ejemplos recurrentes son la reclusión en un celda de aislamiento o la pérdida de la sensibilidad por lesión de los órganos de percepción. En ambos no se quiebra la propia noción de ser, que se muestra independiente de la relación con el exterior.
Un punto que se ha debatido es sobre la existencia del tiempo fuera del ámbito del conocer. O sea, si el tiempo posee realidad independiente de las realidades que lo puedan evaluar. Si fuera así tendría su ser propio, cuya proyección sobre los demás seres causaría su estimación. Pero si los demás seres pueden llegar a conocerse a sí mismos al margen del tiempo, puede justificarse el tiempo como una entidad de razón que evalúa relaciones contingentes entre los seres dentro de la realidad.
Desde la lógica de la razón, lo pertinente para el ser humano respecto al conocimientos del tiempo es lo determinante que sea para su ser, pues fuera de los límites del conocimiento la realidad de lo que es es como si no fuera. Así, el planteamiento más trascendental es si el ser humano alcanza a poseer conciencia de su propio ser fuera de la dimensión temporal.
Existen dos formas de conocerse a sí mismo cada persona, una es a través de la percepción de su cuerpo y otra de la intuición de su espíritu, sólo y únicamente de la conjunción de ambas se puede concluir que posea un conocimiento coherente de su propio ser. Por la primera se conoce progresivamente y en constante cambio; por la segunda se percibe como una misma realidad durante toda su existencia. La primera está claramente determinada en al realidad temporal, la segunda indeterminada respecto e ella.
La percepción del proceso lineal de maduración del cuerpo humano sitúa al ser de cada persona permanentemente en el tiempo, aún al margen de cualquier otra realidad exterior, en virtud de los cambios constantes a que está sometido su organismo. La medida de cada una de esas variaciones proporciona a la mente datos suficientes para poder percibir el tiempo como medida de los cambios acaecidos. Del cuerpo humano se podría decir, con Heráclito, que todo fluye, porque el cambio constante pone en duda incluso que haya en él algo de permanente ajeno a los influjos externos más mínimos, como puedan ser las inapreciables e incluso desconocidas acciones metabólicas. Contemplado así cada ser parece incompatible con la conciencia personal de soportar una y única personalidad a lo largo de toda su vida, y ser precisamente el cambio la naturaleza de su ser.
La conciencia de ser más profunda del espíritu humano no estriba en ser sino en ser uno mismo. Mientras el cuerpo se identifica con un ser variante en el tiempo, el espíritu tiende a resistirse a cambiar y a ser conformado a la medida del paso del tiempo. Esa resistencia tiene su fundamento en un conocimiento intuitivo de su ser mucho más directo que el que llega a concebir como producto de la suma de las sucesivas percepciones sensoriales acumuladas a lo largo de su vida. La consideración del ser como objeto permite admitirle como receptor de los influjos que provocan su cambio, pero su con sideración como ser sujeto reclama la unicidad del ser que obra y no la conjunción de un grupo de sujetos distintos que operan sucesivamente, de modo que las obras se pudieran adjudicar a cada estado distintamente. Ese ser uno y ser distinto forma parte importante de la conciencia personal del ser humano, y prueba de ello es que el modo de ser no sigue una correspondencia perfecta entre lo que se cabría esperar entre la forma temporal del cuerpo y la mente. La noción general de unicidad hace que todo él, en cualquier estado de forma del cuerpo, se prefiera en el ser y en el obrar de acuerdo a un criterio de perfección y no a un criterio de acomodo a las circunstancias concretas temporales de su cualidad material. Así se explica, por ejemplo, que en la vejez o en la limitación marcada por la enfermedad se pueda mantener el dinamismo creador de la juventud, el deseo de la procreación, la pasión deportiva, la animosidad social, las excitaciones sensoriales, la inquietud por saber y tantas otras aficiones que muestran cómo cada persona es más uniforme en su vida por su modo propio de ser, que por las circunstancias que sobre él pudieran haber concurrido a lo largo del tiempo. Eso explicaría también que a pesar de los cambios tecnológicos de la sociedad las personas a través de los siglos sigan siendo mucho más iguales en lo que respecta a su modo propio de ser y sigan teniendo una percepción de sí que varía más por la diversidad de caracteres individuales que por las determinaciones de cambio de entorno que el tiempo ha ido elaborando.