ACCIÓN Y COOPERACIÓN SOCIAL
Por solidaridad, por justicia o por simple realización personal existe una tendencia a ayudar a los demás que, en una gran parte de los casos, sobrevive un corto periodo de la vida. Esta decisión personal es independiente de la capacidad real de colaboración, porque muchos de los que se sienten implicados cuentan con pocos recursos con los que auxiliar a lo demás. No obstante la suma de muchos pocos esfuerzos, a veces, supone más que las aportaciones de los adinerados.
La capacidad de colaboración solidaria presenta dos facetas claramente diferenciadas: La acción y la cooperación. La acción social es aquella en la que una persona se implica personalmente con su intervención directa en resolver una necesidad ajena. La cooperación social es cuando se colabora indirectamente en facilitar medios para que el entorno natural de una necesidad se capacite para remediarla. Estas dos acciones humanitarias se complementan, y depende también mucho de la personalidad de cada individuo para que se oriente a una y otra de ellas.
La acción solidaria puede ejercerse en la propia comunidad o desplazándose allá donde se considere alguien que puede ser útil. Presenta la ventaja de que quien la practica experimenta de por sí la necesidad y la ayuda, se tienen vivencias directas que despiertan afectos y a veces también se experimenta, por que no decirlo, que el esfuerzo de la colaboración no se ve reflejado en los resultados de mejora que se esperaban conseguir. La acción directa muchas veces presenta el inconveniente de ser puntual, respondiendo a un periodo de disposición o situación anímica, o simplemente las responsabilidades personales lo acotan en el tiempo. Cuando el interés no llega a arraigar como algo constitutivo de la personalidad, no sólo la colaboración puede reducirse en el espacio temporal, sino que el sentimiento de solidaridad puede languidecer ante otras ocupaciones más centradas en el interés personal.
La cooperación social supone asumir un cierto distanciamiento de la acción, para desde esa posición empujar a que sean los particulares y las comunidades quienes desarrollen el protagonismo de resolver sus dificultades. Esa ayuda desde la retaguardia puede parecer que implica menos, porque permite compaginar con otras dedicaciones personales, pero esto mismo facilita la perseverancia en el empeño de solidaridad. La cooperación social apoya tanto proyectos próximos como ubicados en otros continentes, y exige casi siempre trabajar con equipos, asociaciones, ongs o proyectos institucionales en los que se pueda formar parte de la estructura operativa, logística o financiera, a veces lejos de donde se acude a resolver problemas, e incluso sin claro conocimiento de cómo repercute la ayuda que se presta.
Hasta cuánto cada persona se implica en la solidaridad no se puede calibrar porque sea más exigente la acción social que la cooperación, o viceversa. Ni siquiera a veces se puede medir por el efecto logrado en beneficio de los demás, porque también en esto influye la disposición receptiva de quien precisa la ayuda. Es el convencimiento de la exigencia ética la que debe mover a actuar, y el procedimiento de implicación muchas veces hay que decidirlo dejándose dirigir por el sentimiento, cuando evaluar la eficacia confunde decidirse por unas necesidades u otras, entre alternativas de proyectos, instituciones particulares o públicas, actuaciones anónimas o personalizadas, etc. Parecería que la acción social facilita resolver esa indecisión con más rotundidad y que la cooperación ofrece más posibilidad de modificar el destino de la ayuda. Lo que no debe olvidarse es que lo que realmente retribuye personalmente es la satisfacción de que el compromiso se ha mantenido tanto como cada conciencia se exige, con independencia de visualizar o no el fin logrado.