PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 66                                                                                        ENERO - FEBRERO  2013
página 6

EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD

 
La integración del hombre en sociedad se ha justificado desde la filosofía social como la relación mutua de personas para protegerse, desarrollarse y beneficiarse colectivamente, lo que se puede resumir en un todos ganan. En la práctica esta teoría se cumple, a pesar de que el planteamiento más arraigado es que cada cual se procure su beneficio. De alguna manera una gran parte de la sociedad se coloca de espaldas a la responsabilidad común y sólo procura utilizar la sociedad como el medio en el que lograr su beneficio. Ignorar que es el medio social quien genera la mayor proporción de bien, y no la voluntad individual, debería mover a revisar muchos enunciados de quienes en este comienzo del siglo XXI están reivindicando la autonomía personal como fundamento del progreso.
Una de las tesis que a comienzos del siglo XVIII Daniel Dafoe propone en su novela Robinson Crusoe viene al caso. El protagonista es capaz de sobrevivir más de veinte años náufrago en una isla inhabitada; en cuyo tiempo se organiza para vivir con suficiencia, pero cuanto ha hecho en soledad, cuando alcanza su retorno a la civilización, no le reporta sino pobreza, en contraste a la riqueza que ha generado su parte de propiedad en la plantación de la que era socio, la que, sin su concurso, por el propio entorno social en el que se haya ha generado recursos para hacerle rico.
Lo que cada persona puede hacer al margen de la sociedad apenas le reporta para sobrevivir; en cambio, lo que se logra en la relación social es lo que realmente produce la riqueza de todas y cada una de las personas, por lo que el individualismo no tiene fundamento económico, aunque tenga vigencia en el ámbito de la realización de la conciencia personal.
Identificar la correspondencia y la dependencia social forma parte del deber de justicia con que cada persona debe abordar su realidad. Está arraigada la tendencia de considerar que cada uno da más a la sociedad de lo que recibe, y por ello perdonarse continuamente el débito del corresponder, exigiendo, en contra, protección en todo lo que hubiera necesidad o menester.
Lograr una estructura justa en la que los ciudadanos sientan reconocido un equilibrio entre lo que la sociedad les ofrece y el esfuerzo de cooperación que les demanda supondría el éxito de un sistema social que aún no se ha logrado, pues la estratificación en clases según los roles de poder, la detentación generacional de la riqueza, la corrupción institucional, los privilegios jurídicos, la apatía laboral, la defraudación fiscal y la oligarquía mercantil permanecen como exponentes de la aparente incapacidad de gobernarse con acierto la humanidad. Toda la imperfección que se percibe induce al desencanto social, pero no se debe olvidar que esa misma sociedad, con todos sus defectos, es la que transmite y enriquece, de generación en generación, la ciencia y el saber que sostienen el progreso.
El recelo en contra de que el sistema social ahogue el ejercicio de la libertad no debería contender con el justo reconocimiento de los beneficios que las relaciones sociales aportan globalmente sobre la humanidad. En vez de denostar a la sociedad, la reivindicación debería orientarse a redefinir las relaciones que la configuran para verificar que ellas protegen el bien común, que incluye el respeto por la libertad individual que no perturba la libertad ajena.
 

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