PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 72                                                                                      ENERO - FEBRERO  2014
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HONRA Y HONOR EN POSTGUERRA
 
En las guerras, que no en la paz, se genera una fractura social cuyo resultado es la estratificación de la sociedad entre un segmento dominante pleno de derechos y otro dominado a quien se le escatiman incluso los derechos esenciales. Eso es así porque las heridas de las guerras, tras su conclusión, tienen un solo color: el dolor y la deshonra de los vencidos; ya que los vencedores no solo se recuperan del caos económico que engendra todo enfrentamiento, sino que son resarcidos con creces en la honra y el honor. Esto que sigue a todas la guerras no lo es por la auténtica culpa de vencedores o vencidos, sino porque la historia la recomponen a su sentir los victoriosos.
Dado que la honra se gana o pierde por la posición ética en que cada persona queda respecto a la realidad que le circunscribe, cuando esta la marca una única interpretación oficial de los acontecimientos, que ensalza una posición ideológica y denigra la contraria, todos los vencidos han de sufrir la condición pública de malditos, que les impele a exiliarse o a vivir como seres delicuentes de una culpa que en todo caso comparten con los vencedores, porque de una guerra la culpa no es del pueblo sino de los políticos y los grupos de presión que desde la sombra les mueven. Vencedores y vencidos comparten responsabilidad sin que el resultado garantice que unos y otros la tengan mayor por ser inductores del conflicto. Precisamente la tergiversación que de la historia de los acontecimientos realiza quien gana y tiene poder para ello es lo que trastorna el juicio con que se distorsiona la moral del vencido.
El honor, o sea, la conciencia que cada persona posee de la moral propia, también se intenta violentar desde la posición dominante del vencedor, pero dado que el honor se sigue de la interiorización que valora los propios actos, no se corresponde necesariamente con la interpretación social que se difunde de los acontecimientos sucedidos, sino al juicio moral que la conciencia dicta sobre la bondad o perversión de los actos propios ejecutados durante la contienda. Así, conforme la dinámica triunfalista que embota el entendimiento merma, la fuerza de la conciencia tiende a ganar objetividad para analizar la conducta personal respecto a lo que se ha hecho con lo que se debiera o pudiera haber realizado. La justificación de la obediencia debida y la necesidad con el tiempo se relaja, progresando en cada persona la concepción de cuanto la pasión ideológica le ha motivado más de lo que la moral debiera haber admitido.
El honor del vencido no necesariamente ha de decaer como lo puede sufrir la honra, pues, se gane o se pierda, la reconsideración objetiva de los valores que cada persona ha sostenido puede ofrecerle una recompensa moral, ya que aunque se haya perdido la guerra y hayan desaparecido las perspectivas éticas empeñadas en ello, cabe conservar el honor cuando los propios actos no acusan de haber violentado la justicia.
Aunque la honra la redibuja quien adquiere por el poder la posición para hacerlo, la conciencia moral que justifica el honor no es patrimonio de vencedores o vencidos, sino de la objetividad de la ética y la justicia con que personalmente cada individuo ha interpretado su participación en la contienda.
 

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