ORDENAR LOS SALARIOS
En la historia del trabajo por cuenta ajena han convivido tendencias de dejar la remuneración por el servicio prestado al criterio de las partes, las de seguir el uso de la costumbre o que la autoridad competente sea quien fije derechos y deberes laborales, entre los cuales figurase el salario debido. En nuestros días dos ideologías conviven, de las cuales la reconocida como liberalismo defiende que han de ser las partes de cada relación laboral las que acuerden, en función de las circunstancias, las cuantías salariales; la otra, el socialismo se inclina porque sea el Estado, como autoridad legítima común de la ciudadanía, quien determine con criterio lógico unos salarios justos. Ambas ideologías tienen criterios políticos y económicos solventes para justificarse, ya que de otro modo no habrían sobrevivido esos criterios, siendo en muchos casos una síntesis de los criterios de una y otra la que aplican los ordenamientos laborales de los distintos Estados.
Las causas que sostienen los criterios de la economía liberal se fundamentan en que los salarios deben ser consecuencia del entorno comercial, que es el que marca la posibilidad de que la producción sea rentable. Esa necesidad de ajustar los salarios a la rentabilidad de la producción que dicta el inversor, queda compensada con la libre capacidad del trabajador de ajustarse con quien mejores condiciones le ofrezca. De este modo se equilibran en esta teoría los derechos de empresarios y trabajadores, de modo que el productor que redujera los salarios podría no conseguir mano de obra, y el trabajador que demandara excesiva retribución quedaría sin conseguir quien le empleara.
El principio de la ideología socialista moderada -la que admite la competencia de mercado- respecto a la retribución salarial es la de que la cuantía de la misma debe ser suficiente para la vida digna de todo trabajador, incluyendo sus responsabilidades familiares, y que esa premisa sea la que dirija las condiciones de un mercado que esté a servicio de las personas. Para ello el Estado debe fijar salarios por categorías laborales, así como las cargas de protección social que la sociedad asuma como necesarias o convenientes. Ello no obsta para que esas condiciones laborales puedan mejorarse en función de la productividad y rentabilidad de las empresas.
La conveniencia de consolidar unas condiciones laborales dignas ha sido el permanente anhelo de los trabajadores, aunque la realidad económica ha enseñado que no siempre coincide con las rentas más beneficiosas que estos consiguen, pues estas en la realidad dependen de la dinámica de la producción y del entorno de mercado, las que se configuran con los ajustes de los salarios, pero también con otros muchos criterios de política empresarial, que cuando son idóneos permiten favorecer unos salarios que animen la competitividad. Para concertar esos diversos criterios cabe que sean los empresarios y trabajadores quienes mantengan criterios de discrecionalidad o que pacten acuerdos de regulación salarial que consideren apropiados para los mutuos intereses. Ello exige obviamente establecer asociaciones por cada parte, las cuales designen representantes legítimos para negociar y concertar.
A pesar de garantizar una mayor cohesión social, la conveniencia de que haya una regulación salarial hay quien la entiende contradictoria a la libre competencia, pero ello lo es sólo si ese compromiso no se admite como un acuerdo de mínimos que puedan ser suplementados proporcionalmente al beneficio empresarial logrado en cada anualidad, el que realmente aflora la real competencia de los trabajadores. Así cada compañía se esforzaría en contratar a los mejores profesionales, los cuales, con la productividad de su trabajo, aumentarían sus rentas tanto como la empresa mejora sus beneficios.
Ante todo regular los salarios mínimos en cada categoría laboral genera en la sociedad una seguridad jurídica y reduce en mucho la conflictividad laboral. Evita que las sociedades mercantiles anónimas con accionamiento muy diversificado puedan hacer políticas de retribuciones arbitrarias para sus cuadros dirigentes, así como que se puedan utilizar las retribuciones empresariales como tapaderas de la corrupción. Esa estabilidad repercute en que las empresas puedan fijar sus presupuestos y políticas comerciales sobre unos mismos fundamentos de justicia social, impidiendo que sociedades mercantiles sin escrúpulos puedan perjudicar el comercio legal.
Las retribuciones salariales base deberían estar en cada país ajustadas a la proporción de su renta por habitante (PPA); por ejemplo partiendo de un 30% para los trabajos de personas sin cualificación, y desde ellos según una escala multiplicándose por un coeficiente en función del grado de cualificación, hasta que los sueldos de mayor responsabilidad guarden una proporción de 30 a 1 respecto a los más bajos, lo que equivaldría a un 900% del PPA de la nación correspondiente.