CULTURA Y CONCIENCIA
Durante tiempo en filosofía se ha discutido sobre si es la cultura la que ejerce un poderoso influjo sobre la conciencia, o es la conciencia la que determina qué de la cultura debe admitir cada individuo. Como ambas influencias se advierten en la sociedad, se podría afirmar que existe un influjo recíproco, por el que cada persona padece una cierta determinación o predisposición de la conciencia a obrar según una moral heredada, al mismo tiempo que la experiencia va informando la conciencia sobre cómo debe ser la moral que se practica y se ceda a las siguientes generaciones.
El acto por el cual se juzga la cultura que se ha recibido, en la cual un individuo se ha formado, puede considerarse como una toma de posición respecto al valor de la cultura, en cuanto se advierte la determinación que puede ejercer sobre los actos propios en función de criterios heredados de los mayores, que necesariamente han de ser contrastados con los dictados de la conciencia respecto a la coherencia de los juicios de verdad con que esta interpreta la realidad que se le somete. La dificultad que ese acto entraña procede de que tan pronto como se reprueba un contenido de la cultura recibida puede dudarse de que la prevención de verdad formulada no se encuentre suficientemente fundamentada.
Como el ser humano tiene conciencia de que su conciencia debe seguir el bien, el mal del que le remuerde por la injusticia que pueda derivarse de actos permisivos respecto a las relaciones de dominio toleradas en su cultura puede excitarle a la rebelión que pueda cambiar esos comportamientos. Lo que suele originar un conflicto de identidad dentro de la cultura, que o se interpreta correctamente, o puede generar un proceso de autosegregación de impredecibles consecuencias.
La respuesta adecuada a ese conflicto siempre ha de resolverse a favor de la conciencia, pero en ese juicio puede salvarse la tradición de la cultura si se admiten que las condiciones de verdad que un día justificaron esas tendencias de comportamiento pueden haber sido tan distintas que tuvieran una motivación legítima, aunque en cada tiempo debe variar según las circunstancias que definen la conciencia cierta de cada persona en particular. La verdad que presupone la conciencia es la garantía de obrar con justicia hasta donde ella puede intuir el propósito del ejercicio del bien. Lo que no obsta para que otros puedan diferir, por la distinta apreciación de las circunstancias que pueden modificar la calificación moral del acto.
Si la respuesta al conflicto entre cultura y conciencia desemboca en la contracultura, sólo se concibe como la interpretación de una corrupción intrínseca de los fundamentos de esa cultura, que hubieran determinado una ofuscación en la mente de los antecesores capaz de determinar una moral tan distinta. No obstante, la dificultad para admitir la consolidación en el tiempo de una cultura perversa debe animar a respetar los influjos culturales en lo que son, una herencia informadora respecto a la libertad de la conciencia para obrar según las premisas más ciertas que en cada momento justifiquen lograr un bien.