TRABAJO INFANTIL
Cada etapa de la vida de la persona humana se caracterizan por la tarea que en ese momento le es propia de ejercer. Así, de niño y adolescente corresponde jugar y educarse; de joven, estudiar o aprender un oficio; en la madurez, trabajar y criar familia; en la tercera edad, relajarse, trasmitir las experiencias y descansar. Se puede ampliar los márgenes de asumir esas tareas tanto como la salud lo permita, pero lo que no se debe hacer es restringir la tarea propia que corresponda a cada edad, de tal modo que pueda repercutir en una deficiente realización en la vida. Una de esas violaciones es la que induce a los niños y adolescentes a tener como ocupación propia un trabajo corporal para poder cubrir las necesidades de supervivencia propias o las de las familias en que han nacido.
En algunas sociedades el trabajo infantil está asumido como una tarea que se ha realizado desde siglos como una exigencia de la naturaleza. Su causa no es sino la pobreza de recursos que exige que toda mano útil se invierta en trabajar para sostener la productividad necesaria para que el colectivo se sostenga. Ello se da especialmente en aquellas sociedades en las que la producción depende casi al cien por cien en la capacidad de la mano de obra. Cuando falta la tecnología la sociedad apenas se desarrolla, ya que es aquella la que permite sustituir progresivamente a la mano de obra por la maquinaria, la que primero reemplaza a los jóvenes de la obligación de trabajar, y luego reduce la intensidad de las jornadas de los operarios.
Para el mundo desarrollado el trabajo infantil se considera un desvarío total, porque se impone esa tarea del trabajo a quienes deberían estudiar para aprender y con su progreso intelectual industrializar la sociedad arcaica en que esos niños vienen al mundo. También, los más audaces, denuncian el abuso social que supone la falta de respeto a los derechos del niño respecto a su bienestar propio que se concreta en comprender la vida desde la experiencia paulatina del disfrute en el juego, una actividad tan eficiente como el trabajo en experiencias, pero no traumática para un cuerpo y una mente en proceso de formación.
Muy posiblemente la ética de los pueblos que toleran el trabajo infantil como una necesidad recurrente de sus costumbres no pueda ser denunciada. Sin embargo, la ética de los países desarrollados no tiene excusa en ser duramente condenada cuando, asumiendo que el deber de la sociedad es proteger de la explotación laboral a los menores, toleran ese trabajo cuando ello repercute en un menor coste para sus productos de consumo, cuando genera una mayor rentabilidad de sus valores mobiliarios o, simplemente, cuando favorece el beneficio de sus empresas cuando invierten en aquellos paraísos laborales en los que no sólo se tolera el trabajo infantil, sino que además se le retribuye con sueldos de miseria que permiten al vender los productos de ese trabajo en el mundo desarrollado obtener plusvalías desproporcionadas.
La condena al trabajo infantil no puede ser una declaración teórica más de las muchas que se realizan en los organismos internacionales pero que no vinculan a los Estados que son los últimos responsables de las mismas cuando a un mismo tiempo las denuncian y las tolera. La acción eficaz sólo cabe si se actúa en los dos frentes necesarios para su erradicación. Uno de ellos es el reconocimiento de que los organismos económicos internacionales actúen para dotar de capacidad financiera a los países pobres que ni pueden prescindir por sí solos de la producción del trabajo infantil, ni poseen recursos para su escolarización. El otro es la persecución y condena penal en cada país de sus ciudadanos que directa o indirectamente promuevan o participen en cualquier operación mercantil que explote menores como mano de obra en todo el orbe mundial.