FINANCIACIÓN UNIVERSITARIA
La financiación de la enseñanza constituye un capítulo importante de la administración de un Estado. De que el presupuesto para educación sea suficiente para garantizar la efectiva preparación profesional de los jóvenes depende en gran manera el futuro social de cada país. Hasta el primer tercio del siglo XX, la financiación de la educación correspondía al presupuesto familiar, lo que originaba que sólo las familias con recursos suficientes pudieran escolarizar con garantías a sus hijos. Quienes no disponían de esos recursos se bastaban con enseñar en el propio hogar a la descendencia las habilidades del oficio familiar. Tras la revolución social de los primeras decenios del siglo XX, los Estados tomaron conciencia de que la enseñanza constituía la inversión más necesaria para la modernización de la estructura productiva, lo que justificando su rentabilidad y favoreció la creación de estructuras estatales estables para la enseñanza, cuya universalidad se fue consolidando desde la presión social a una igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos.
La mayor parte de los países del mundo han logrado el empeño de la escolarización de todos los jóvenes hasta la edad legal para el inicio del trabajo. Su financiación se contempla en los presupuestos de la administración pública, que financian la construcción de los edificios de enseñanza, la retribución del profesorado, el mantenimiento de las instalaciones y los demás gastos asociados necesarios para la instrucción pública.
En los ciclos de formación superior y universitaria los Estados, según su tradición e ideología, difieren respecto a que su financiación deba ser asumida por la administración pública, directamente por las familias o mediante el endeudamiento de los propios alumnos que realizan esos estudios. Las corrientes más sociales se decantan por considerar una obligación del sector público asumir tanto la responsabilidad de impartir la enseñanza como la de su financiación, como método que garantice un igual derecho de todos los ciudadanos a su formación con independencia de la capacidad económica de la familia en que cada persona venga a nacer. Las ideologías más liberales reducen esa obligación del Estado a la enseñanza primaria y secundaria; para la superior, puesto que la enseñanza universitaria se considera como una opción profesional personal, que sea cada alumno o su entorno familiar en el sufrague el gasto, liberando a las arcas públicas de esa inversión. Los primeros asumen la enseñanza universitaria como parte de la estructura económica de la nación, los segundos la identifican como medio de promoción profesional individual.
La financiación de la enseñanza se puede considerar una inversión intergeneracional, en la que cada generación es sufragada por la de sus progenitores como inversión a fondo perdido, ya sea mediante la inversión directa por parte de la familias asumiendo el costo de la enseñanza, o mediante su financiación a través de los presupuestos del Estado, que a su vez se capitalizan mediante las tasas e impuestos de la política fiscal. En el caso de la enseñanza universitaria, puede aceptarse que la responsabilidad recaiga en los propios alumnos, pues ya son mayores de edad, y que, aunque no posean medios económicos directos de una relación laboral, pueden obtener la financiación para sus estudios en virtud de la expectativa de las futuras ganancias que van a obtener con la graduación. En ese caso el endeudamiento intergeneracional desaparece, pudiendo ser el sistema financiero privado o público el que asuma la responsabilidad de constituirse como medio capaz de garantizar los estudios superiores de los jóvenes de la nación. La financiación personal de quien realiza los estudios libera a las arcas de la administración pública de un importante gasto, lo que permite reducir impuestos, pero también supone que los jóvenes profesionales durante un periodo importante de tiempo deben dedicar una parte de sus retribuciones profesionales a devolver los préstamos que recibieron mientras estudiaban.
La autofinanciación de los estudios universitarios presenta la ventaja de que la responsabilidad queda en la persona que se beneficia de esos estudios, debiendo ofrecer las debidas garantías de que logrará terminarlos y adquirir el poder adquisitivo capaz de amortizar esa financiación. Ello puede inducir a estudiar ajustándose a la real capacidad que cada persona se reconozca y a estudiar con más ahínco para reducir la financiación al mínimo. Si la financiación es pública no supone necesariamente un recorte en sus presupuestos, puesto que aunque el dinero de cada promoción se pueda considerar que se paga con las amortizaciones de las anteriores, ello exige una limitación de las cargas fiscales, pues los profesionales no pueden a la vez soportar devolver sus préstamos y pagar impuestos sobre sus rentas, por lo que indirectamente las arcas públicas están compensando el menor gasto en inversión con la menor recaudación por rentas del trabajo. Ello sólo supondría un beneficio neto para el erario público en los graduados que migren y dejen tanto su beneficio profesional como fiscal en otros países. El riesgo de una liberalización total de la enseñanza universitaria y su financiación privada está en la limitación del acceso a esos estudios de quien no tenga avalistas, dificultando gravemente la igualdad de oportunidades.
La financiación de la enseñanza universitaria desde los presupuestos generales, a través de los impuestos al consumo o a la renta, consagra la estructura intergeneracional de la financiación superior desde la perspectiva del tejido productivo, de modo que no son las familias quienes realizan la inversión, sino que, igual que en los ciclos inferiores, es la sociedad productiva la que colectivamente apoya la financiación de los recursos de enseñanza que garantizan su progreso. El riesgo en este caso está en que la planificación del Estado sea eficiente para que haya coherencia entre la formación que se imparte y las necesidades de la estructura económica del país.