CULPA Y RAZÓN
La tendencia hacia la autojustificación predispone a la persona humana le dirige a buscar responsabilidades ajenas a los males que le aquejan. Esa tendencia se fundamenta en la racionalidad, pues el ser humano, al considerarse inteligente, considera todos sus actos consecuencia de su razón, y por tanto los admite como sensatos. Como mucho admite poder haberse confundido en algunas percepciones e intuiciones, las que las más de las veces pretende adjudicar a defectos de información exterior.
El planteamiento de la exculpación intelectual sólo adquiere sentido considerando una única articulación en la razón, por la que la misma juzga de acuerdo a una computación de datos entre los que no están los del propio juicio. La noción de culpa en la aplicación de la inteligencia hay que encontrarla a partir de la reflexión, o sea, en la segunda articulación de la conciencia respecto a la idoneidad de los juicios concebidos respecto al fin particular, social, global.
La reflexión es un juicio del hombre sobre cómo razona valorando los efectos logrados. De este modo, cuando se observa inadecuación de los efectos reales a los fines intuidos, el procedimiento no debe sólo reparar en los errores posibles de las causas de información externa, sino en la coherencia de la aplicación intelectual que una persona realiza al pensar. Cuando se obra así, se descubren defectos estructurales en la propia personalidad que originan la defectividad de los efectos de sus obras.
La moral de la civilización occidental ha venido a reconocer como pecados capitales las disfunciones éticas del proceder humano que aparecen como una constante en sus juicios de valor. Constituyen éstos los razonamientos que siguen sólo en sus premisas los dictados de la satisfacción sensible, sin un análisis de conciencia sobre las consecuencias de los actos que generan respecto a que incluyan las perspectivas de desarrollo de la personalidad, su repercusión en el grupo social y su proyección en la ética global de la humanidad, porque los comportamientos de las personas constituyen una referencia ejemplar para los demás y para las sucesivas generaciones.
El quererse a sí es indudable que constituye una de las imputaciones mentales más trascendentes para el juicio de la razón, pero sólo tras la reflexión se logra que ese quererse a sí sea la consecuencia de una evaluación respecto a cómo querer ser y qué valores son los que merecen ser potenciados y que vicios deben ser corregidos en las futuras consideraciones intelectuales sobre la articulación de la voluntad para conseguir esos objetivos.
Un amueblamiento intelectual satisfactorio es consecuencia de la reflexión sobre los principios generales a los que sigue la razón, y no de la justificación ética de la naturaleza primaria de esos fundamentos, porque la conciencia humana es prospectiva respecto al bien, no sólo como consecuencia del imperio de la acusa sobre el efecto, sino de modo creativo en la remoción de las causas en virtud de los efectos.
Un ejemplo de esta condición humana encontramos respecto al consumo de droga. El productor y el traficante aducen que generan y posibilitan la comercialización de un producto para satisfacer un mercado, pero que la responsabilidad ética de su uso recae en quien la demanda y consume. Al consumidor gran parte de la sociedad le exonera de responsabilidad, culpando al productor y al traficante como causa eficiente y material, ignorando que quien consume es causa final. Pero, por encima de esas disquisiciones, la culpa de los efectos de las drogas hay que encontrarlo tanto en el desenfreno mental por el placer de su consumo, como por la ambición de riqueza que reporta su comercialización, sin que ni unos ni otros reflexionen consecuentemente sobre el perjuicio personal y social que generan.