AMBICIÓN Y COMPETITIVIDAD
La importancia y la penetración que ha adquirido la economía en la población parece que ha desplazado todas las demás disciplinas sociales, imponiendo sus criterios como axiomas fundamentales y su lenguaje como directriz de pensamiento. Últimamente se ha enaltecido al término de la competitividad como la gran variable capaz de regular los problemas de desarrollo y estabilidad para la economía mundial. Si en siglos anteriores se consideró al capital como el motor de la economía, la competitividad le va tomado el relevo, pero lo que pueda tener justificación en la teoría económica necesariamente no tiene que convertirse en un valor social si no se conjuga al mismo tiempo con los principios del humanismo, ya que es la economía la que tiene que servir al hombre y no éste el que sea esclavo de la misma. Este permanente conflicto en la sociedad entre el poder económico y la ética o la solidaridad como directriz de la justicia se entiende por muchos como la bandera de las ideologías políticas, pero es en cada conciencia individual donde se lidia la verdadera batalla entre el ser y el tener.
La competitividad en sí puede representar un valor económico cuando se define como la actitud que genera una mayor productividad y rendimiento, pero ello sólo trascenderá como un valor social en función del fin, de que logre verdaderamente un beneficio particular compatible con el bien común, fundamento de toda sociedad. Si esa competitividad supusiera, por ejemplo, la lucha por apoderarse de la fuente de riqueza no estaría lejos de la mentalidad bárbara del dominio en virtud de la fuerza. Para que la competitividad se legitime en un entorno social social lo que se precisa es que no desajuste los legítimos derechos de todas y cada una de las partes intervinientes.
La forma más positiva de entender la competitividad es la exigencia personal de sacar el máximo rendimiento de sí mismo. En la medida que esa competencia entre en liza con los demás, o sea, desplazar a otro para copar una posición en disputa, la competitividad se justificará no sólo por el esfuerzo individual invertido sino también por el fin que defina la ambición personal. El afán de riquezas, el afán de poder, el afán prestigio, se constituyen frecuentemente como los alicientes mentales de la competitividad, pero cualquiera de ellos entra en conflicto con la ética si contradice a la razón respecto al bien común. Cuando se prioriza en exceso la competitividad, tanto en el que estudia como en el que trabaja, se corre el riesgo de caer en la paranoia de la permanente confrontación con los demás, de modo que toda la actividad distancia en vez de unir, que es lo propio de las relaciones sociales, en las que se insertan las profesionales.
La legítima competitividad se rige por ser mejor para ayudar a ser mejor. Que el propio prestigio profesional no tenga por objetivo conseguir ser más que los demás, sino ofrecer lo mejor de sí para mejorar la eficiencia del grupo en el que se trabaja. Una buena identificación de la leal competitividad es que mejora el ambiente de trabajo, mientras que la ambición, como un vicio que es, lo que logra es el enfrentamiento y la desunión.