PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 8                                                                                                       MAYO-JUNIO 2003
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INFLUJO SOCIAL DE LA MUERTE






Todas las realidades están sometidas al estudio de la filosofía y aunque en los últimos tiempos no goce de mucho éxito hablar de la muerte, merece la pena reflexionar sobre una de las mayores evidencias de la vida.

La predicación filosófica sobre la muerte encuentra el espacio más idóneo en la ontología, pero, no obstante, para otras ramas de la filosofía también la realidad de la muerte ofrece materia para especular sobre sus implicaciones, como es el caso del entorno de la filosofía social, en cuyo marco deseo ofrecer este escueto pensamiento.
Desde el punto de vista material, la muerte representa una de las debilidades humanas a la que la ciencia ha ofrecido menos solución. En el tiempo presente en que somos espectadores de progresos significativos en lo relativo a la fecundación, a la sanidad, que en muchos ámbitos sociales se ha progresado incluso en la longevidad, apenas se hay expectativas para ganar la batalla a la muerte.
Sociológicamente, como no se consigue ese dominio que augure la supervivencia, la actitud asumida corresponde a unos parámetros vitales de tal magnitud en los que no queda referencia para su final. La muerte ha quedado marginada del propio pensamiento y relegada a la fría anécdota de lo acontecido: muertos en carretera, fallecidos en una catástrofe, víctimas de hambre, etc. etc.
No está bien claro si olvidarse de reflexionar sobre la muerte permite al hombre vivir más tranquilo o, por el contrario, si el inevitable encuentro con la pérdida de la vida de un ser próximo genera una depresión de mayor envergadura por la inadecuada preparación psicológica. En cualquier caso, queramos admitirlo o no, la muerte es inexorable compañera de la vida.
La filosofía social aprecia unos cuantos marcadores referenciados a la muerte en lo que concierne al hombre como sujeto social.
     1º La responsabilidad de la perpetuación de la especie.
     2º La conservación de la naturaleza.
     3º La transmisión de la cultura.
     4º La herencia personal
1ª Como consecuencia de la caducidad de la organización biológica que forma el cuerpo humano, se produce la disgregación de la unidad que genera la vida, y llega la muerte. Esa limitación en el tiempo de la vida connota la necesidad de la sustitución, se renueva el género humano primariamente para su pervivencia, y secundariamente para atender a la progresiva incapacidad de la ancianidad.
Pero un punto relevante está en que la procreación que, como casi todos los actos importantes de la persona, es libre y por ello la consolidación de la perpetuación del género humano corresponde a la voluntad de los individuos.
Aunque en su conjunto la pluralidad suple, existen ciertos indicadores que avisan que a más desarrollo social el interés por las satisfacciones vitales crece, y la responsabilidad por la procreación disminuye. Ese creciente individualismo supone una irresponsabilidad social que trasciende de la insolidaridad generacional a la de la afirmación de la especia. Frente a lo que pudiera parecer, el hecho de que la desidia en la procreación responda a una tendencia vital sicológica es mucho más grave que si su origen respondiera a una anormalidad funcional. Al final pudiera ser que la excesiva comodidad en la vida condujera a no asumir los trabajos que producen los hijos, y así, poco a poco, dejar que la muerte perpetúe su ejercicio de extinción.
2ª La perspectiva de tener que morir, y por tanto de contar con un tiempo limitado para gozar de la vida conduce a gran parte de la humanidad a un consumismo desordenado, como si no les fuera a dar tiempo a acabar en su vida con todos los bienes que contiene la naturaleza. Ese afán de hedonismo supone la insolidaridad de no pensar en las muchas generaciones que nos sucederán tras la muerte para quienes es de justicia que les trasmitamos el hábitat natural en su mayor integridad.
Suponer que la naturaleza se regenera al mismo ritmo que el consumo agota sus recursos es una ingenuidad. Es posible que si nos supiéramos sólo limitados para la supervivencia en el tiempo por la capacidad del entorno natural, la sociedad sería mucho más exigente con el consumo a fin de que perduráramos casi eternamente. Sabernos limitados por nuestra naturaleza humana no nos autoriza a agotar reservas que debieran quedar incólumes para quienes nos sigan después.
3º En una carrera de relevos tan sólo el último relevista cruza el umbral de la meta, pero la sucesión del esfuerzo de todos los participantes es necesaria para que ello llegue a ser realidad.
La perspectiva de la muerte puede potenciar en cada persona una de estas tendencias: la responsabilidad o la frivolidad. La primera, es una disposición para trasmitir a los descendientes los valores de la cultura; un esfuerzo por distinguir lo relevante, cultivarlo y cederlo como el mejor don. La frivolidad, en cambio, supone emplearse en lo irrelevante desechando el esfuerzo que todo lo realmente valioso exige. Una es gastar la vida para incrementar el bien que lega; la otra postura, gustar del bien aunque luego nada quede.
La confusión cultural que supone frivolizar con los auténticos valores del pensamiento conduce, una vez liquidado el patrimonio de lo genuinamente intelectual, a no tener qué transmitir tras la muerte, cuando sólo quedan hábitos consumistas socialmente irrelevantes. El humanismo perdido en quienes lo consideraron poco práctico para prestar beneficio.
4º Tradición antigua es la que vincula a los hijos y otros herederos con el derecho a disponer de los bienes del padre cuando muera. Esta costumbre arraigada de heredar no deja de tener una importancia económico social trascendente. Supone la consagración de la propiedad privada más allá de los límites de la muerte. La transmisión en la familia de los bienes patrimoniales tiende a configurar un sistema económico cerrado que dificulta en mucho el acceso a la propiedad a quien no nace en hogar bien dotado. El problema se acentúa cuando el bien es objeto de explotación y las condiciones del heredero no son las propicias para dirigir la producción.
Los condicionantes sociales del capital hacen que algunas doctrinas cuestionen la idoneidad social de la heredad. Hasta qué punto las mismas alienten el trabajo y hasta dónde distorsionen las condiciones de una distribución justa de la propiedad seguirán en la historia alentando doctrinas sociales encontradas. Sólo queda aquí el apunte que el trance genera.