PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 8                                                                                                       MAYO-JUNIO 2003
página 10


PERSONA






Existe un dicho castellano que hace alusión a que muchas veces los árboles no permiten ver la espesura del bosque. La magnitud de una realidad dificulta la percepción de la misma realidad. En la filosofía social parece que ocurre algo semejante: En los últimos tiempos, la consideración de la globalidad de la humanidad ha contribuido a perder sensibilidad por la persona.

La alícuota parte de un conjunto de seis mil millones, que es la proporcionalidad que corresponde a cada individuo, parece una trascendencia tan irrelevante como para poder ser desechada. La trascendencia de lo social se aprecia en la potencialidad del grupo; es el conjunto quien, asumido el protagonismo, ha reemplazado como sujeto de la sociedad a la persona.
Ya en algunas corrientes filosóficas del siglo XIX encontramos definida a la colectividad como el único sujeto social. El materialismo histórico asigna tal rol al grupo frente al individualismo burgués.
Quizá sea el filósofo español Ortega y Gasset, en el primer tercio del siglo XX, quien más explícitamente en La revolución de las masas evidenció y criticó el protagonismo sociológico que la colectividad estaba asumiendo ahogando el ámbito de la libertad del individuo.
El creciente influjo del grupo como protagonista social se debe, al menos, al resultado de dos parámetros: Uno, la aglomeración en grandes urbes; otro, la relevancia de la comunicación. En la medida que el hombre se ha integrado en grandes núcleos urbanos, desarraigado de la tierra y el entorno, su personalidad de diluye en un estilo de vida cada vez más condicionado por la inercia material de la supervivencia. Merma la relación con la naturaleza y se acrecienta la implicación en una forma de vida estructurada de cuyo diseño no se es sujeto. La percepción para el individuo de su integración en un conjunto mucho más amplio le confiere la consideración de su infinitesimal participación y de la intrascendencia de su realidad.
Así, la estimación filosófica de la humanidad se ha trasladado desde la concepción de una adicción de personas a considerar la humanidad como la realidad existencial primaria y a la persona como mera parte de la misma.
Es necesario contemplar al hombre en su ser para redescubrir en él lo trascendente y determinante que le hacen único en el paradigma de la existencia. La singularidad que a la persona le presta su sustancia inmaterial, le convierte en único, singular dentro de la especie, individuo por su forma espiritual libre y creativa: irrepetible.
Si en vez de dar por hecho la cotidianidad que para nuestras vidas supone la presencia de personas, jugáramos a suponer el descubrimiento de un ser en la naturaleza que: tiene sentidos, habla un lenguaje desarrollado y creativo, piensa y emite juicios libres según su perecer y circunstancia, que recrea los elementos de la naturaleza para ponerlos en su servicio, que se enamora según el propio criterio y educa a sus hijos trasmitiéndoles su sabiduría, en resumen, si le adjudicáramos todo lo que se puede predicar de la personalidad humana, la admiración por un ser así sería desorbitada. Pues ese es el valor que se da en cada persona, aunque haya seis mil millones de ejemplares semejantes.
Volver a una filosofía construida desde el ser a la existencia es el único camino para la revalorización de la ética. Lo que está en juego es el valor del respeto a la libertad personal. Sólo desde un sistema que analice los actos individuales del hombre como el primer estado de la libertad y no considere la ética como la medición de la variable de dispersión del acto voluntario respecto a la norma comunitaria, se puede predicar de una sociedad de personas libres.
En la medida que la referencia inicial se construye en los hábitos sociológicos de la comunidad, el valor de la persona se disipa. Sin negar su derecho, de hecho se limita el mismo al sentido de una proyección: lo que la sociedad confiere al individuo.
La distinción filosófica no sería más que retórica si no contuviera el fundamento de todos los derechos fundamentales del hombre. Sólo desde la singularidad del ser humano, que le confiere su rango personal, se puede hablar de un derecho natural anterior al derecho positivo reconocido por cada una de las comunidades pertinentes. De la consideración de la persona como sujeto de derecho per natura se sigue el reconocimiento implícito del respeto, y ello supone la base para la no discriminación por sus determinaciones ante la vida: sexo, religión, raza, trabajo, condición social, etc.