VIVIR CON RED
Que la vida tiene su dificultad es algo que la mayoría de las personas descubren cuando alcanzan la madurez. La recompensa del trabajo, la concordia en la familia, la justicia en la comunidad, la legalidad en el juego, la paz en la sociedad, la lealtad en la amistad, la fidelidad en el amor... son realidades a las que parece que se tienen derecho, pero con frecuencia se tuercen y, a pesar del esfuerzo, lo que se obtiene son contradicciones que perturban la mente, la salud y la tranquilidad. El problema no proviene tanto de la certeza de que el trabajo es duro, a lo que cada cual se acostumbra, sino a que las relaciones humanas que se establecen no responden a la perspectiva de cooperación que se intuía. Surge el desengaño en la razón, que es el punto más sensible del ser intelectual, ya que en ella se fundamenta la conciencia, donde se justifica la vida.
No parece extraño que la humanidad haya descubierto las ayudas que en su entorno encuentra para afrontar los desengaños vitales, entre las que se encuentra la de la religión. En la medida que sus sentimientos le advierten de las contrariedades en el ámbito del entendimiento --las que no se siguen de la aparente naturaleza de las cosas-- el ser humano ha trascendido que de la acción de su alma se derivan más los éxitos y fracasos que del error de la apreciación sensible de la realidad, por lo que de alguna manera mejorarse supone el refuerzo de la calidad de su condición mental o espiritual, de donde que su religiosidad en gran manera esté orientada a asegurarse el auxilio de Dios para el acierto en el obrar que le garantice su estabilidad emocional.
Del mismo modo que la red a los equilibristas no les excusa del esfuerzo para lograr la perfección en sus acrobacias, aunque les ayuda a tener una siguiente oportunidad, las personas creyentes de cualquier religión cuentan con la asistencia divina para superarse, no reduciendo su preciso trabajo, sino alentando su ánimo a resurgir de los fracasos contando con que la experiencia de su debilidad no anula el poder de la asistencia divina para superar cualquier dificultad, considerando que no es el hombre quien entorpece la acción de la creación, sino que ésta es la que le sostiene para de sus errores obtener beneficio y poder alcanzar el fin deseado.
Quienes en verdad confían en la providencia de Dios, requieren tanto más su ayuda cuánto su responsabilidad es mayor, buscando esa ideal red de protección que no les deje ser víctimas de su temeridad, en especial cuando han de afrontar las responsabilidades trascendentales de la vida; con la convicción de que su Dios no va a hacer por él su trabajo, sino esperando esa inspiración que guíe su intuición sobre el modo de orientarlo y realizarlo, o para descubrir con presteza las causas del error.
De la experiencia personal sobre la ayuda divina va a derivar la confianza, si existe, de cada individuo en acudir a su protección. Quien no posee creencias sobrenaturales, en cambio, no puede recurrir a la esperanza de esa inspiración que le guíe, salvo que sin creer en una deidad real se considere potencias y energías posibles de recaer sobre su mente, sin justificar cómo ni de dónde pueden proceder.