AMBICIÓN
La forma y manera de ser de cada persona afectan principalmente a la propia felicidad, y en muchos aspectos al bienestar de con quienes se comparte la vida. Para ello la educación que se recibe desde pequeños intenta transmitir valores acreditados para que el tratamiento y configuración de la propia personalidad tenga la calidad debida que facilite tanto la propia estima como una convivencia social en paz y tranquilidad. No obstante, sobre cada individuo pesan, tanto más que los criterios teóricos en que es educado, el ejemplo de las tendencias arraigadas de comportamiento del entorno social al que se pertenece. Aunque cada generación tiende a modelar su propia cultura, lo cierto es que está mucho más condicionada de lo que puede parecer por los hábitos de comportamiento que recibe de sus mayores, aunque cuanto más dinámicas son las evoluciones sociedades más amplitud de miras puede esperarse en el orden de las prioridades con que configurar la propia personalidad, lo que no garantiza un progreso cualitativo ya que nada asegura que las modernas influencias sociales hayan de ser positivas.
Uno de esos contravalores que más se difunde en la sociedad desarrollada es el de la ambición, que puede definirse como la tendencia descontrolada al dominio de bienes y personas mucho más allá del equilibrio lógico de la razón para satisfacer las propias necesidades. Es la pasión que anima a la ambición lo que hace perturbar la personalidad, pues, aunque en todas las voluntades se detecta tendencia a poseer, es el ansia de ello el que perturba la normal relación de la mente con los objetos materiales de que se puede disponer, cuando más que su utilidad real se pretende el dominio aparente que su posesión presta.
La ambición está relacionada con las manías sicológicas que dominan la voluntad, como la pasión desordenada por el juego, la obsesión persecutoria, ser insaciable en determinados consumos o cualquier otra relación en la que personas o cosas ejerzan un poder incontrolable sobre la mente. La ambición lesiona el equilibrio de la personalidad porque el ansia de poseer más malogra la valoración de la propiedad de los bienes que se tienen, despierta la envidia de lo que otros disfrutan y genera desorden en la justicia con que se debería obrar en cualquiera de los ámbitos sociales, ya que la pasión de abarcar bienes y poderes no sólo posterga la solidaridad, sino que también deforma la percepción de la justicia en las relaciones sociales.
Es cierto que la ambición se conoce como una realidad que domina a los seres humanos desde los inicios de la historia, ligada a todas las civilizaciones y culturas, por lo que no cabe considerar que sean las personas de ahora o de antaño más o menos proclives a ella. Lo que sí es cierto es que cuanto más amplio es el conocimiento universal que se posee se genera la paradoja de que más se puede puede desear tener, al tiempo que la experiencia vital indica cómo --pues nada sacia-- nada es determinante para la felicidad. La cultura materialista de la competitividad promociona indirectamente la adicción al consumo como una necesidad, así como la escalada en el rango social y el dominio de poder, olvidando la mayor parte de las veces los daños colaterales que ese ejercicio de vida va dejando alrededor; por ejemplo, sobre el respeto a las personas, sobre la sostenibilidad de los recursos, sobre la degradación del medioambiente, sobre su incidencia la paz y la seguridad. Cuando el consumo de lo superfluo invade el mercado potenciando la fragilidad individual a la ambición, por la marginación social que establece el rango de lo por tener, se favorece una configuración de la personalidad en la que las cosas prevalecen sobre las personas, como si fuera una exigencia de la vida moderna, lo que muchos admiten sin más, frente a otros muchos que advierten que la trascendencia social de esa actitud transforma en relaciones de dominio las relaciones de servicio que salvaguardan el bien común.