CONTAMINACIÓN PSICOLÓGICA
A cada tiempo le corresponden distintas formas de presión sobre la libertad individual. Al siglo XXI parece que una de ellas es la de actuar sobre la vulnerabilidad de las personas para que consuman lo que el mercado les imponga, aunque no lo exijan sus necesidades, ya que el dominio de la sociedad paulatinamente va inclinándose hacia el poder de las multinacionales del mercado, quienes tras haberse adueñado en gran parte del derrotero político ahora lo hacen de la voluntad popular, claro que de forma que ni el mismo pueblo se percate de que está siendo influenciado, no sea que responda rebelándose. Para ello una importante división de la estructura de negocio se está especializando en la presión psicológica a los ciudadanos para fidelizarles en la ansiedad del máximo consumo que quepa en los límites de cada economía. Para conseguirlo el medio elegido es una publicidad activa que penetre en sus comunicaciones, sus hogares, su descanso y en las demás relaciones ciudadanas, frente a la publicidad pasiva de la segunda mitad del siglo pasado, que se considera superada para alcanzar las necesidades de consumo que se quieren imponer.
Considerando que el consumo influye de modo determinante sobre el hábitat humano, el crecimiento desproporcionado del mismo no deja de ser tan relevante para la sostenibilidad del entorno natural como cualquier otro que propicia una degeneración ambiental; así se podría alinear con la deforestación, el incremento de las emisiones de CO2 a la atmósfera, la gestión de residuos, los residuos nucleares, etc. Identificándolo de esta manera, la presión sobre las personas para que consuman resultaría una nueva forma inadvertida de contaminación del hábitat, la que para vender se ejerce alterando el sosiego psicológico, cuando no el estado de ánimo, del posible comprador.
Como toda publicidad, también la activa su planifica considerando que va a captar la atención de un mínimo porcentaje de posibles consumidores, para cuyo éxito requiere una injerencia masiva de actuaciones, tanto como en la publicidad pasiva, con la diferencia que en ésta la atención depende de que el ciudadano preste su complicidad, no así en la activa que interpela al consumidor cuando el mismo está ocupado en cualquier otro menester. Así las llamadas telefónicas, las visitas domiciliarias, la interpelación callejera, la invasión vía spam al correo o celular, o cualquier otra forma de invadir en la ocupación o descanso de un ciudadano que le distraiga de su menester influye sobre su estabilidad psicológica si, como ocurre en la actualidad, la multitud de negocios que recurren a este modelo de publicidad genera que sean continuas las interferencias que producen sobre el quehacer particular de las personas. Cuando estas prácticas se suceden hora tras hora, y día tras día, el grado de afectación a las personas puede conducir a trastornos sobre el equilibrio emocional, en especial cuando afectan a su concentración o periodos de descanso. Téngase en cuenta que no toda la ciudadanía necesariamente sigue las rutinas más comunes, por lo que quienes, por ejemplo, planifican los horarios supuestos más prácticos de llamadas telefónicas no conocen si el destinatario de su llamada sigue pautas muy distintas en sus horarios, o si quien es perturbado por la información vía email le supone ocupación de un espacio necesario de su memoria electrónica.
La justificación que los departamentos de comunicación de las compañías mercantiles y las agencias de publicidad hacen del derecho a la información como servicio ciudadano deja de serlo cuando supone una agresividad indeseada para muchos ciudadanos, lo que hace que la publicidad directa no pueda considerarse legítima salvo que sean los destinatarios quienes solicitan le sea servida esa información. Distinto es la publicidad pasiva en anuncios de publicaciones, cartelería, medios de comunicación y similares, donde cada ciudadano puede libremente decidir prestar o no su atención. Que la publicidad directa contra las personas pueda ser más eficaz desde el punto de vista comercial no justifica la contaminación psicológica que repercute sobre el derecho de las personas a disfrutar de su hábitat en paz.