CRISIS DE REFUGIADOS
La actuación política de la Unión Europea respecto a la crisis de refugiados de los países de las riberas sur y este del Mediterráneo ha representado una muestra de la inmadurez de los organismos internacionales para gestionar incidencias mundiales, que por muy grandes que sean y simultáneas en varios continentes hay en el resto del mundo poder para paliarlas. Lo que se ha repetido una vez más es cómo frente a las crisis cada país reacciona de manera diversa según el grado que le afecta y la implicación solidaria de su población. Para frenar la posible indecisión cuando se producen los acontecimientos, lo pertinente sería tener bien planificados protocolos de actuación que sigan las directrices de los tratados internacionales suscritos.
La protección de los refugiados, quienes migran de sus hogares por el riesgo para sus vidas, es un deber para los países de acogida a donde huyen, especialmente cuando son perseguidos. Esa protección debe consistir esencialmente en facilitarles un espacio seguro, alimentación básica y asistencia sanitaria; todo ello concebido de modo proporcionado a la gravedad de la situación y a la perspectiva de solución. Como existen causas tan distintas que generan refugiados, como la guerra, la hambruna, el terrorismo, las inundaciones, el pánico, etc., las soluciones de acogida deben ser configuradas entre las autoridades de acogida y los organismos internacionales de seguridad y cooperación.
Esa obligada intervención de los países limítrofes debería en primer lugar intentar prestarse sin que los refugiados tuvieran que abandonar su propio país. Asistir a los refugiados es lo fundamental, pero ello también debe procurarse realizar sin la despatriación, que siempre supone una cierta pérdida de identidad, y si aquella es necesaria debe reflejarse en los planes la pertinente repatriación en cuanto las circunstancias lo permitan. Porque el problema de los refugiados es distinto al problema de la migración, deben darse soluciones propias y diferenciadas. Hay que considerar que atender los problemas de los refugiados no es cuestión política, sino urgencia humanitaria, por lo que no cabe la frialdad de aplicar criterio de interés geoestratégico, ni étnico, sino consideraciones de ética que muevan a proteger a las personas. La más adecuada sería lograr zonas protegidas en el interior del propio país afectado, donde la vida de los refugiados fuera la más parecida a la que dejan y sin disgregar las familias ni las relaciones de parentesco; por lo que en general la preferencia debe inclinarse a habilitar en las fronteras campamentos donde ofrecer residencia provisional a los desplazados, en posiciones que permitan la llegada sin riesgo de los suministros de ayuda. En la medida que esas poblaciones así surgidas permanezcan en el tiempo será importante aumentar la dotación de recursos existenciales de orden laboral, sanitario, educativo, administrativo y jurisdiccional.
Mientras la comunidad internacional no logre progresar en la utopía de un mundo sin fronteras, las soluciones de emergencia en las mismas son distintas de las que además algunos otros países de la comunidad internacional puedan ofrecer acogiendo en su territorio y estructura social a un número determinado de personas, lo que supone de hecho una inmigración, que debe ser regulada e integrada en la política de asilo, de acuerdo a la idiosincracia y posibilidades de integración de cada país. Confundir el concepto de prestar refugio y dar asilo supone a veces crear falsas expectativas y políticas ficticias que desestabilizando a los ciudadanos de los países de acogida genera aversión contra la prestación de un socorro que muchos entiende como problema sobrevenido ajeno a su responsabilidad.