PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 9                                                                                                       JULIO-AGOSTO 2003
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DEMOCRACIAS Y DICTADORES


 
Entre las aportaciones que legó el marxismo a la sociedad contemporánea se encuentra la adaptación política de la dialéctica que, abandonando su tensión filosófica, convirtió en uno de sus medios más eficaces de propaganda.
La práctica totalidad de los nuevos movimientos políticos pragmáticos han tomado ejemplo del legado marxista y han incorporado la dialéctica a su discurso de interpretación de la realidad; por ello, cada día parece más definitorio el auxilio de la filosofía social para desentrañar los contenidos de verdad de cada opción.
Uno de los contenidos más retóricos de ese discurso dialéctico es el valor democrático. Resulta paradójico que todos los poderes argumenten su talante democrático cuando, en cambio, se ejerce con más despotismo el autoritarismo. Valga como ejemplo la autoproclamación de la extinta República Democrática Alemana. Resulta cuando menos curioso que nadie reivindique el apellido dictadura, por más que tantos en el mundo se esfuerzan en reprimir la libertad y sumir personalmente el control político de la sociedad. Visto lo cual, quizá lo más conveniente sea, por activa y por pasiva, diferenciar los principios de la democracia par evitar la confusión que se pueda derivar de la tan trabajada confusión dialéctica.
Lo fundamental definitorio de la democracia es que la horma política del poder es la que debe establecerse de acuerdo al sentir de los ciudadanos, y no el sentir de los ciudadanos el que debe acomodarse a la norma de los políticos.
En esa antítesis se condensan los rasgos distintivos de democracia y dictadura. En democracia el poder político está concebido como ejercicio delegado del pueblo para servicio del pueblo, o sea, una estructura delegada de autogobierno. En último caso la voluntad popular es soberana y quienes están delegados para el ejercicio del poder deben en conciencia gobernar aplicando esa voluntad en todas sus decisiones.
Las dictaduras, en cambio, suponen la asunción del poder por un grupo que lo detenta como servicio para el pueblo –a veces, incluso, servicio eficaz- pero sin contar con la voluntad popular para la ordenación y decisión de gobierno. Las dictaduras, en contra de las democracias, gobiernan para el pueblo pero sin el pueblo.
Por ello, los poderes políticos argumentan legitimaciones democráticas y nadie asume en teoría conductas dictatoriales, pero la realidad de la acción de gobierno de cada día pone a cada uno en su sitio, y evidencia que son muchos más los modos dictatoriales que los democráticos. De ahí el recurso a la dialéctica, que pretende justificar como democráticas tantas decisiones de poder contrarias a la mente y voluntad de las mayorías populares.
La honradez democrática tiene unos parámetros que están basados en que el gobierno propone e intenta convencer de la excelsitud de sus determinaciones, pero la reserva de todo político auténticamente democrático consiste en atender a la impresión de sus propuestas sobre sus representantes y no obrar en contra del criterio de quienes en verdad tienen la soberanía.
Las elecciones decantan programas pero no constituyen nunca un plebiscito como los que suelen utilizar los dictadores para avalar sus mandatos. Cuando los gobernantes democráticos soslayan el programa con el que consiguieron el respaldo popular, o toman decisiones trascendentes al margen de los contenidos programáticos sin escuchar la opinión de los ciudadanos, caen en la tentación dictatorial que continuamente se sugiere a quien ejerce el poder.
Por ello, las intersecciones entre espacios de democracia y dictadura no son tan escasas como los políticos manifiestan, y con mucha más frecuencia de la deseable la democracia queda sólo como estructura formal y los pequeños dictadores arbitrando el sistema real de poder.