JUSTICIA Y LIBERTAD
Las relaciones legítimas entre la justicia y la libertad es uno anhelo imparable de la sociedad, la certificación de la buena política y uno de los mayores quebraderos de cabeza del poder. Es para los ciudadanos un anhelo porque tanto la libertad como la justicia son garantías de su independencia frente al poder; representa una certificación de la buena política al lograr imbricar dos protecciones de derechos sociales juzgadas como contrarias a lo largo de la historia. Es un quebradero para el poder ya que este aspira a controlar la justicia para definir el límite de la libertad.
La justicia y la libertad como valores sociales son prácticamente indefinidos, no porque no hayan sido bien tratados y estudiados, con millones de páginas a lo largo de la historia empleadas en revelar su esencia y precisar su aplicación práctica, sino porque como valores existenciales se ramifican creciendo simultáneamente a como se expande la conciencia social. Todo lo dicho y escrito sobre la justicia y la libertad es válido, pero tanto como en cada minuto una conciencia descubre una nueva determinación sobre cada una de ellas en cualquier marco de una relación social.
El debate político con frecuencia se caracteriza por reivindicar la justicia frente a la libertad o la libertad frente a la justicia. Ese debate es absolutamente baldío, por más que se prodigue, porque precisamente la libertad es el baluarte de la justicia y la justicia el baluarte de la libertad. Son dos valores que se garantizan mutuamente, de modo que en cuando en una comunidad falta la libertad la justicia desaparece, porque ¿qué derecho se puede proteger superior al de la libertad humana? De modo semejante si la restricción es de la justicia ¿quién garantiza el ejercicio de la libertad?
El poder es tanto más poder en cuánto usurpa el derecho natural a la libertad mediante la instrumentalización de la justicia. Eso siempre se materializa en una restricción del modo de ser del sujeto político ciudadano, bien sea de un modo radical como lo ejecuta de modo absoluto el poder totalitario, o ladinamente mediante el control que desde instituciones reconocidas como democráticas se ejerce sobre la voluntad de los ciudadanos. Sea cual sea el método elegido por el poder para perpetuarse, lo consigue siguiendo el itinerario del control de la justicia para legalizar, que no legitimar, los limitación de la libertad ciudadana.
Partiendo de regímenes que garantizan la democracia, o sea el poder del pueblo, parecería un absurdo admitir que la misma sociedad genere un poder judicial que pueda restringir la libertad que los mismos ciudadanos consideran como derecho propio. Esa teoría sería inapelable si no fuera porque los hechos demuestran lo contrario: ¿Por qué en las sociedades democráticas cada vez más ciudadanos denuncian la ilegitimidad del propio sistema? ¿Por qué crece la convicción de la falta de independencia judicial? La respuesta no puede provenir sino por la desvalorización de la misma esencia del poder que garantiza la justicia y la libertad, o porque las instituciones mediante las cuales el sistema ejerce el poder se han ganado el descrédito de que realmente defiendan la libertad y la justicia.
Redefinir en todos los sistemas, se reconozcan o no democráticos, el papel que las instituciones reales --gobierno, parlamento, partidos políticos, federalismo, orden militar, órganos judiciales, etc.-- o las menos reales --como medios de comunicación, grupos de presión, lobbys financieros, jerarquías religiosas, etc.-- ejerzan, o puedan ejercer de hecho, sobre la pertinencia de la justicia y la libertad es lo que puede devolver la confianza a los ciudadanos de que el poder que por esencia les pertenece funciona.