JUSTA GLOBALIZACIÓN
Como otras causas en siglos anteriores, la irrupción de la globalización de los mercados, favorecida por el desarrollo de las comunicaciones y los transportes, suponen un reto social de transformación para el que muy posiblemente las antiguas formas políticas no puedan ofrecer una respuesta justa, ya que, si el interés nacional es la prioridad social, inevitablemente se cierne el enfrentamiento de intereses. Para que impere la justicia en el comercio global es preciso un nuevo concepto de humanidad que trascienda los límites de las fronteras si se pretende que la economía las dé por superadas.
La historia de la lucha entre los pueblos ofrece un balance de dominación, esclavitud y colonialismo; la nueva historia a escribir puede ser una redundancia de las mismas pasiones e intereses o una amalgama entre las distintas culturas hacia una puesta en común de los valores intrínsecos de la humanidad. Expresado con más claridad, si la globalización se ha de dirigir para perpetuar el fracaso moral del domino del más fuerte sobre el débil o, como se consideró al terminar la confrontación mundial de mediados del siglo XX, ha de establecer un nuevo orden dirigido por relaciones de justicia entre todos los pueblos. Aquel anhelo hoy puede convertirse en una realidad o en el mayor fracaso colectivo de la humanidad.
La disyuntiva política para gestionar la globalización pasa por definir si la voluntad universal de los hombres del siglo XXI se decantan hacia la consagración del liberalismo o hacia el respeto de las protecciones sociales, pero no en el reducido ámbito de cada nación, sino en el orden internacional.
El primer intento de gestión de la globalización se ha gobernado desde un único impulso al libre comercio, sin considerar las repercusiones que para muchos pueblos supone la sumisión real de su estructura económica al poder de las multinacionales, cuando estas no reparten el beneficio sobre las naciones en las que lo genera, sino sobre el domicilio de su capital. Este sistema de gestión no se diferencia de los antiguos sistemas de esclavitud, pues lo que hace es explotar a los esclavos allá donde radican en vez de conducirlos de modo forzado, como hace siglos, a donde radicaban sus industrias. Y esto mientras se progresa hacia la robótica que permita independizar la producción de la necesidad de mano de obra humana.
Una justa globalización no debe sólo dirigirse a la difusión del libre comercio, sino a que este se dé en un marco de relaciones que ampare la protección integral de los derechos humanos. Para ello es necesario el recurso a una política internacional que modere la explotación en la concertación, mediante reglas que regulen la conversión de las relaciones de dominio económico por relaciones de servicio social, en las que el beneficio mutuo se deduzca no sólo del precio de la contraprestación laboral, sino de las condiciones de dignidad en las que se realiza el trabajo que sostiene el beneficio industrial. Piénsese cómo la deslocalización no se ha gestado por la cualificación laboral de las personas trabajadoras, sino porque la regulación laboral de esos países en desarrollo permite explotar a los trabajadores en lo que no se admite en los países desarrollados. Para que los acuerdos de libre comercio sean éticos los productores deben trabajar en condiciones de libertad y no de esclavitud.