DERECHOS Y DELITOS
Ningún derecho puede amparar el cometer un delito. Ni los derechos fundamentales, ni los derechos constitucionales, ni los derechos humanos, ni el derecho internacional, ni el interés de Estado, ni los privilegios eclesiásticos... pueden servir de eximente ante la responsabilidad de la comisión de un cometido. Esta doctrina tan sencilla, que debe ser entendida desde el implícito fin de que toda ley justa se ordena al bien común y todo delito lo perturba, aunque lo sea afectando a la minúscula parte de la sociedad que representa un único particular, excluye la contradicción interna de que un derecho pueda amparar, utilizándose como escudo o salvaguardia, para evitar o menguar la pena o responsabilidad civil de una acto que vulnera un derecho ajeno.
Existe una doctrina, muy extendida en algunas partes, que erróneamente justifica de que un derecho mayor --si es que se puede hablar de derechos mayores y menores-- excusa incluso de que se pueda siquiera investigar un delito cometido que afectara a otro derecho inferior. Así se aplica, en algunos procedimientos judiciales, que la perturbación de un derecho constitucional fundamental, como por ejemplo, el derecho a la intimidad, a la inviolabilidad de domicilio, el secreto bancario, la confidencialidad de la correspondencia o la inmunidad política pueda invocarse como eximente del valor de una prueba en la comisión de cualquier otro delito.
Los derechos que consagran la libertad ciudadana deben entenderse que nunca incluyen que esa libertad pueda utilizarse para la acción delictiva. La comisión de un delito, aunque sea en la fase de tentativa, supone de hecho la conculcación de un derecho ajeno, sea a un particular o a la misma comunidad, cuya malicia no puede alentar ningún derecho. Si una conversación telefónica se utiliza para planear un homicidio, para extorsionar a una persona o para concertar una malversación de caudales públicos, esa conversación, por su fin, no puede alegarse protegida por el derecho al secreto de las comunicaciones, porque nadie puede aducir el derecho a delinquir.
Durante siglos los derechos provenían de las prerrogativas concedidas por el poder, quien gobernaba, dictaba la ley y administraba la justicia, en ese marco de absolutismo es donde se consolidaron las inmunidades ante la justicia. En el estado moderno, los derechos derivan del concierto de las relaciones sociales establecidas entre todos los ciudadanos, y la legitimidad de los mismos implican su ordenación al bien universal y común, pues lo contrario supondría relaciones de dominio que subterfugiamente consagraran derechos para que unos impunemente pudieran transgredir a los otros. Eso, tan efectivamente consolidado por el caciquismo, supone uno de los puntos más débiles del ordenamiento legal, cuando las leyes no especifican como límite de los derechos garantes de la libertad el fin legítimo de no ser utilizados para conculcar el derecho de los demás, ya que el respeto a los derechos ajenos es fundamento del orden político y de la paz social.