LO MÍTICO Y LO MÍSTICO EN LA RELIGIÓN
Para muchas personas la religión representa el espacio del misterio, la justificación de lo que trasciende la percepción y sin embargo domina determinados sentimientos, los que no se pueden negar porque su intuición es netamente diferenciada de todo lo aprendido y abstraído a partir de los sentidos. El conjunto de esos sentimientos desemboca en considerar una realidad que trasciende el mundo material y se supone armonizada con la misma inmaterialidad de la conciencia.
Quizá la razón de credibilidad sobre la religión que más pesa sea su continua presencia en el transcurso de la historia. Que en la mayoría de las civilizaciones conocidas se hallen vestigios religiosos ligados al poder sobrenatural del espíritu o la naturaleza induce al hombre a aceptar, al menos como posibilidad, la existencia de aquello que se esconde tras el misterio de lo que no puede ser especificado desde el conocimiento racional. Para los más de nuestros antepasados, la religión aunque se hilvanaba con los sentimientos tuvo una dimensión social; compartir creencias transcendentes o supersticiones protectoras formaron parte del amparo ante el destino de los pueblos frente a las desgracias naturales, las guerra contra sus adversarios, el dominio de las fieras o el estrago de las enfermedades. La fortaleza mental de saberse protegidos por seres superiores equilibraba la percepción de la propia debilidad. De este modo la religión se contempló por muchas comunidades como instrumento de poder, con independencia de que cada individuo tuviera creencias más o menos consolidadas sobre la objetividad de esas presunciones.
El mito, la ficción, la fantasía y lo fabuloso constituyeron el relato de cada religión cuando se hace preciso un imaginario social de la misma. Elementos de la naturaleza o idealizaciones de seres superiores justifican poderes sobrenaturales para ganarse la confianza de los fieles. La superación de lo natural, el ámbito del hombre, se hace necesario para garantizar la eficacia y la confianza en las intervenciones divinas. Por ello lo mítico, cuanto más supera la condición natural, más se reconoce como potestad divina capaz de defender, iluminar y premiar a quienes se acogen a la protección de la religión. El problema que plantea el mito religioso es que su profesión se debate entre el fanatismo y la razón, pues cuanto más extraordinarios son los caracteres que lo definen más lo distancian de su credibilidad.
Lo místico, en cambio, supone la comprensión de lo divino desde la huella de lo sobrenatural sobre el ser humano. El inicio del itinerario está en la consideración de la espiritualidad del ser humano, la que se alcanza desde la intuición de la inmaterialidad de la conciencia, del ejercicio de la libertad, de la indeterminación de la razón, de la personalización de los sentimientos y de todo lo que una persona percibe de sí independiente de la materia que la conforma. Estar persuadido de la realidad de lo que desde siglos ha sido denominado como alma facilita comprender la realidad de un Dios puro espíritu, abriendo la posibilidad a una práctica religiosa consecuencia de la experiencia interior personal. Lo místico no reúne nada de extraordinario distinto del ejercicio habitual de la propia conciencia, por la que se intuye los condicionantes de la ética, las determinaciones de la moral y en consecuencia cómo se debe obrar el bien. La mística de toda religión no se fundamenta en elucubraciones mentales, sino en la pasiva contemplación de la relación entre Dios y cada ser humano, que se alcanza con el hábito de la meditación.