EL REFERENTE DE LA ÉTICA
El objeto propio de la ética es obrar el bien. Su subjetividad radica en la conciencia. La realización de la ética supondrá de hecho obrar en conciencia el bien debido.
Obrar en conciencia, como norma próxima de la ética, no resta otra objetividad al bien por hacer que la capacidad subjetiva para detectar cómo y dónde aplicarse a ejecutar una acción de la que se derive un beneficio o perfección material o espiritual para alguien, o algo que proporcione un efecto positivo sobre la naturaleza que contribuya a su prosperidad.
Se puede pensar que toda persona humana obra el bien en todo lo que hace que excluya la voluntad específica de la maldad. Ello da pié a distinguir dentro de la semántica del bien entre obrar bien y obrar el bien, o sea, diferenciar la simple y rutinaria manera del obrar sin maldad de la voluntad especifica que sigue a la razón para ejecutar un bien superior al de las acciones cotidianas. Por ello, para lograr el efecto del bien que persigue la ética debe aplicarse la conciencia a activarse como causa, lo que supone descubrir el cómo y el dónde se puede obrar el bien, o sea, transformar una disposición genérica en específica, pasar de la teoría a la práctica, personalizar un valor.
La tendencia genérica de la voluntad es obrar siguiendo a la razón en lo que identifica como un beneficio para sí mismo. Ello manifiesta la identidad del hombre con el resto de los seres vivos que pueden elegir, a través de sus sentidos internos y externos, sus movimientos para satisfacer apetitos, complacencias y pasiones. Todo ello se puede resumir en un natural y sano hedonismo cuyo fin es disfrutar de lo bueno, de lo que causa placer. Ello no impide que ese mismo fin exija esfuerzo, lo que podría parecer contradictorio, porque la experiencia del conocimiento sensible facilita ponderar qué esfuerzo es rentable para lograr un mayor beneficio posterior; más en el caso del ser humano, cuya intuición intelectual le permite obtener satisfacciones abstractas que justifican la inversión del esfuerzo para lograrlas.
La conciencia humana no haya conflicto siempre que obrar el bien, sea en beneficio propio o ajeno, se identifica con disfrutar de lo bueno, pues supone una remuneración tanto para los sentidos como para la inteligencia, añadiéndose a la satisfacción sensorial del placer el reconocimiento ético de haber obrado correctamente. La valoración ética para la conciencia surge cuando debe elegir entre aquella manera de obrar que le reporta provecho a quien le ejecuta, o la que se dirige a aportar un beneficio a otra persona; situación generada tanto porque la razón la constata y porque su limitación no puede evitar esa disyuntiva. Son esas circunstancias cuando la ética adquiere todo su valor como inductora de la razón para que juzgue si el deber de ayudar debe o no prevalecer sobre la propia satisfacción. Cuanto más apremiante sea la necesidad de prestar ayuda y mayor la trascendencia del favor concedido respecto al beneficio propio renunciado, más se impone la ética de anteponer el ejercicio del bien a disfrutar de lo bueno.
La compensación de la naturaleza humanística de la ética no está ausente en la retribución que proporciona este valor. La experiencia de su ejercicio enseña que, a pesar del esfuerzo que pueda requerir y de la renuncia personal que entrañe, siempre recompensa en la conciencia con la satisfacción del deber cumplido, al menos en la consideración de que uno mismo pudiera ser el necesitado y otro quien desinteresadamente le prestara ayuda.