DEMOCRACIA AL DÍA
Una de las características esenciales de la democracia es que el gobierno del pueblo sea real. Ello exige la actualización legislativa para que en cada momento se corresponda su contenido con la voluntad de las generaciones vivas que sucesivamente constituyen el pueblo. No puede admitirse como democrático que las leyes heredadas de abuelos o tatarabuelos puedan encorsetar o hacer rehenes de ellas a las nuevas generaciones de hombres libres. Especialmente en los nuevos tiempos, en que la dinámica de la sociedad evoluciona a un ritmo vertiginoso, es preciso que también las estructuras políticas de los estados se actualicen a la misma velocidad, para que secunden la voluntad de quienes son sus nuevos protagonistas.
Para muchos, por estabilidad política la configuración jurídica fundamental de un estado debe ser inmutable, y así se intenta plasmar en las constituciones o leyes fundamentales, las que a sí mismas se dotan de mecanismos de ardua modificación. El escollo principal de esa proposición conservadora de la vigencia de una voluntad fundacional histórica está en que las leyes que se hicieron de acuerdo a una mentalidad y circunstancias sociales de una época pueden no representar el modo de pensar de las siguientes generaciones. Especialmente esa voluntad de permanencia choca con la esencia del sistema democrático que defiende la libertad del pueblo para autogobernarse, lo que, aunque se pueda admitir que el sistema en sí sostiene valores éticos permanentes, exige plena independencia de las determinaciones políticas precedentes que hayan perdido actualidad. Sin negar la capacidad de los políticos precedentes, hay que admitir, al menos, la misma en los políticos que en cada tiempo el pueblo elige como sus representantes.
El itinerario lógico es que todas las leyes que constituyen el entramado de un estado se perfeccionen de acuerdo a la evolución del pensamiento social. Para ello es necesario que las constituciones fundamentales, precisamente porque enmarcan todo el sistema jurídico, sean las que más se actualicen para que representen la identidad real de la ciudadanía actual. Parece lógico que, en vez de sostener el inmovilismo, los estados que se rigen por constituciones declaren elecciones constituyentes para actualizarlas en las que se puedan reconocer como artífices cada una de las sucesivas generaciones que se incorporan a la vida política. Revisar las leyes fundamentales cada quince, veinte o veinticinco años, puede parecer superfluo para muchos, pero para muchos estados esa puesta al día significaría evitar que cada vez los ciudadanos sientan más desapego de la política, como algo impuesto que les coarta, en vez de que sea el reflejo de su ideal.
Que el sistema democrático exija el relevo de los representantes políticos cada periodo de legislatura es inútil si los cambios que con ello se pretende quedan constreñidos porque son rehenes de un sistema que impide o dificulta la real renovación de la política. En especial esa dificultad se aprecia en los regímenes democráticos que suceden a periodos de dictaduras, regímenes autoritarios o provenientes de la autodeterminación de los pueblos de potencias colonialistas; en estos casos las constituciones, como no puede ser de otra manera, heredan muchos de los vicios autoritarios de los regímenes precedentes, cuando no son los poderes fácticos de los mimos los que las inspiran para seguir detentando el poder. Aunque pueda parecer contradictorio, cuanto más moderna es una democracia más precisa de la revisión de sus fundamentos, porque las viejas democracias puede ser que en su largo recorrido hayan experimentado ya esas correcciones, o porque siendo más antiguas tengan más sencillos fundamentos que permitan la flexibilidad de interpretación de lo que puedan imaginar las sucesivas generaciones.