INFLUJO DE LA ENFERMEDAD
La personalidad de cada persona se forja en gran parte por la experiencia acaecida en función de las circunstancias que la rodean. Entre esas coyunturas que cada persona tiene que lidiar se encuentra la enfermedad, que a todos de algún modo afecta a lo largo de su vida, quizá con la única excepción de quien fallece joven víctima de un accidente o quien ha gozado incluso en la vejez de robusta salud.
Con más o menos transcendencia la enfermedad incide sobre la personalidad no sólo durante su efecto sobre el organismo, sino que contribuye a considerar la limitación que produce sobre la perspectiva de vida que se tiene antes de padecerla. Es muy distinto considerar lo que puede afectarnos la enfermedad mientras estamos sanos que cuando estamos enfermos, porque conocer las limitaciones vitales que la enfermedad impone es algo que puede ser aceptado con más o menos entereza, y ello no se percibe hasta que la realidad del dolor o la restricción de vitalidad se impone. Interiorizar esa determinación de la naturaleza supone flexibilizar la propia personalidad para gestionar los nuevos influjos que aporta la enfermedad, que aunque en sí pueden ser considerados todos negativos, en cuanto se comprendan como parte de la vida, no de cesión de vida, se ha de entender como una incidencia a la que hay que responder de modo propio y proporcionado.
Ante toda circunstancia adversa, la respuesta humana depende por una parte del carácter, el que determina gran parte de nuestra respuesta condicionada, y por otra de la personalidad, la que configura las respuestas razonadas de acuerdo a los patrones que cada persona ha ido elaborando como modelos ideales del proceder. Ante la enfermedad la respuesta condicionada será de más o menos temor, resistencia al dolor, victimismo, abatimiento, soledad, rabia, etc.; la respuesta proporcionada de la personalidad se dirigirá a la mayor o menor confianza en la medicina, docilidad a los facultativos, necesidad de un segundo diagnóstico, rigidez de la dieta, compatibilidad del trabajo, ocupación del descanso, repercusión sobre allegados, etc.
En cualquier caso la enfermedad supone un ámbito de experiencia que sostiene algo común a todas las dolencias y algo específico en cada tratamiento; de tal modo que cada afección supone una capacitación para las próximas y una nueva oportunidad de elaborar resoluciones de conciencia que enriquezcan la personalidad; porque de las respuestas creativas para superar las impertinencias de cada malestar se obtienen hábitos para un mejor control del carácter por la perfección de la personalidad.
Considerar la inoportunidad de toda enfermedad no supone en sí una debilidad de la mente, por mucho que se esté convencido de la probabilidad de que acaezca, ye que el mal, aunque sea accidental, nunca es bien recibido. Precisamente esa objetivación como incidente posible y la respuesta mental para controlar sus efectos sobre la personalidad es lo que diferencia el influjo sobre la persona de la cualquier afección distinta de la enfermedad mental, porque esta y no las otras es la que bloquea mayormente a la personalidad para gestionar una respuesta razonable a la misma.