SOBRIEDAD DEL ESTADO
Una de las causas de la Revolución Francesa fue la hartazgo del pueblo con el dispendio de los gastos de la corona. Lo que significó para muchos el fin del antiguo régimen, no obstante, dejó un rastro de identificación del Estado con al Poder que ha conducido a que hasta nuestros días la magnificencia de las instituciones públicas se enaltezcan como símbolo de la grandeza de una nación. Así los regímenes autoritarios, como lo fueron también las monarquías absolutistas del antiguo régimen, y las democracias que los emulan escenifican la opulencia como señal identitaria de la gloria del proyecto político, cuando realmente lo trascendente para el pueblo no es otra cosa que el progreso en su protección y bienestar.
La corriente ciudadana de optar por la democracia real que trasforme las instituciones públicas en medios de servicio a las personas, y no el contrario, debe tomar como objetivo la sobriedad del Estado, pues sólo si los ciudadanos perciben que son los beneficiados por el Estado podrán consentir en que sus aspiraciones de autopoder se realizan. El derroche, la corrupción, la malversación de caudales... representa un índice preciso de hasta cuánto la democracia se realiza en un país.
La eficacia de la gestión de gobierno está más en cómo se administran los recursos públicos que en la ostentación de grandeza a la que se acude con frecuencia para justificar un presupuesto sobreelevado. Los excesivos gastos en infraestructuras superfluas, paradas militares, banquetes de estado, subvenciones interesadas, excentricidad diplomática, etc., no representan para la renovada ciudadanía la grandeza del Estado, sino que esta se fía a las protecciones laborales, a la suficiencia de las pensiones, a la puntera atención sanitaria, a la escolarización eficiente, a la eficacia de la justicia y a cuantas necesidades sociales constituyen el verdadero objeto del Estado. Cuanto más resalta la sobriedad de las autoridades públicas más se significa su honradez, porque el control y la trasparencia en las cuentas públicas congratulan al pueblo tanto como los ciudadanos se consideran reflejados en el esfuerzo necesario de sobriedad en la gestión de sus finanzas.
La irrelevante actitud de algunos gobiernos respecto a su función reguladora de la libertad económica genera la falta de cohesión económica que mina la moral popular. Sólo un Estado sobrio puede proponerse como modelo de gestión de las sociedades mercantiles que operan en su territorio. La opacidad --porque todo derroche se hace con opacidad para no generar escándalo-- se presenta como la gran tapadera de la injusticia que no permite la transparencia debida para que los ciudadanos estén al días del rigor de las cuentas públicas. Hasta hace poco la maquinaria política de los estados podían permitirse controlar la información sobre su gestión, pero cada vez, en un mundo más autónomamente informado, va a ser tanta la presión para que los políticos se avengan a los hábitos ciudadanos que el ajuste del gasto superfluo va a constituir uno de los talones de Aquiles de la conformidad ciudadana para con sus autoridades estatales.