PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 97                                                                                  MARZO - ABRIL  2018
página 8

TORTURA


Existe una palabra que todas las legislaciones repudian: tortura; aunque sea una práctica que las fuerzas de seguridad de la mayor parte de las naciones practica en mayor o menor medida. Esa incoherencia se hace mucho mayor cuando las leyes defienden como derecho fundamental de toda persona el no declarar, y al mismo tiempo, con la permisividad de la justicia, se recurre a medios violentos para obtener la confesión de los presuntos delincuentes.
Muy posiblemente la opinión pública mantenga una cierta tolerancia con la tortura cuando considera importante su recurso para averiguar datos que ayuden a esclarecer las responsabilidades de los presuntos autores de actos criminales. Pero esa tolerancia social no justifica que se transgredan las leyes que protegen los derechos de los ciudadanos. Ni siquiera la autoridad judicial lo puede realizar, pues es quien primera está obligada a cumplir unas leyes a las que no puede aducir falta de conocimiento. Muy posiblemente los jueces puedan rescindir provisionalmente otros derechos fundamentales  para favorecer una investigación, pero la legislación de la práctica totalidad de las naciones no contemplan la excepción del uso de la tortura.
Quizá sería más honesto que la legislación omitiera como derecho el no declarar, o incluso de incluyera como deber ciudadano la obligación de confesar para facilitar la acción de la justicia de reparar el derecho conculcado a cualquier víctima, en cuyo caso la resistencia a esa cooperación se podría penar, pero nunca permitir la violencia física o mental, cuyo exceso raya con la tortura.
La excusa que la instituciones gubernamentales o judiciales suelen alegar para negar la práctica de la tortura suelen fundamentarse en reducir el campo semántico que la misma puede abarcar, pues quien la practica minimiza la trascendencia del dolor infligido con su violencia, al mismo tiempo que se recurre a métodos que oculten el rastro de su práctica. Por el contrario, para quien la padece, especialmente cuando se es inocente, cualquier violencia añadida a la detención supone una extremada dosis de tortura física y mental proporcional al estado de indefensión en el que se encuentra, siendo precisamente ese pavor el que incluso conduce a inocentes a firmar confesiones inculpatorias prefabricadas para evitar ese grado de postración.
Cuando las instituciones dedicadas a la denuncia de la violación de derechos humanos que reporta la tortura señala a un país por sus hábitos, el remedio nunca es atacar al mensajero que exterioriza esa realidad, sino revisar la práctica de las actitudes administrativas, legales y judiciales que permiten esa contradicción entre la teoría y la práctica la ley.
 

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